A raíz del anunciado retiro de la vida pública del rey Juan Carlos I de España el próximo 2 de junio, el cronista Eccehomo Cetina relata el día que descubrió en el Palacio Real de Madrid un gesto plebeyo del monarca.

Los ujieres y encargados del protocolo real habían acomodado a las seiscientas treinta personas alrededor del Salón de las Columnas, tras un cordón de satín oscuro y varas doradas.

Los asistentes, jóvenes que no superaban los dieciocho años de edad que llegaban en representación de los países de habla castellana en todo el mundo, habían entrado al Palacio Real de Madrid aquel verano de 2009 en alegre tropel, disparando con admiración las cámaras de sus teléfonos móviles.

No era para menos. Estaban pisando el palacio real más grande de Europa Occidental: un exquisito complejo de mármol y granito de 135 mil metros cuadrados y 3.418 habitaciones, todas con paredes cuajadas de obras de Velásquez, Francisco de Goya y Caravaggio.

Sin embargo, los rasgos de majestad que más los había impresionado fueron los leones rampantes, levantados sobre los balaustres al inicio de las escaleras que conducían al Salón de las Columnas, y el silencio que se levantó una vez fueron llevados detrás de los cordones de satín fúnebre, desde donde contemplaron la inmensa bóveda que formaban las columnas del salón y que por momentos daba la impresión de estar dentro de una tumba faraónica.

Y no tenían por qué estar equivocados en cuanto a la sensación que los embargaba, pues allí en el centro del salón y sobre aquel tapete de damasco habían estado en cámara ardiente los féretros de la reina adolescente María de las Mercedes de Orleáns en 1878 y cien años después el del dictador Francisco Franco.

El silencio en el salón era tan absoluto que se podría jurar que se oía el crepitar de las columnas de luz solar que se desprendían de los medallones de cristal del techo y caían sobre el mullido tapete. Todos, sin que nadie lo hubiera dicho miraban el arco de entrada al salón, por donde aparecerían los reyes de España: la reina Sofía de Grecia y el rey Juan Carlos I.

Como en el cuento de Álvaro Cepeda, todos estaban a la espera, cuando los clarines de algún cuento de hadas rompieron el silencio con sobresalto, dejando paso a un eco de susto en el ambiente y a la majestad lozana de los monarcas que pasaron sonrientes por el centro del salón y saludaron adustos como lo manda el folleto del buen linaje.

Pese al discurso grato del rey dedicado a algunos ilustres visitantes del grupo, como el presidente del banco que patrocinaba el viaje trasatlántico de los muchachos y del director de la aventura, el viejo atleta olímpico y periodista, don Miguel de la Quadra-Salcedo (q.e.d.p), para la Historia son ya conocidas las salidas de tono y extravagancias de los soberanos que habitaron aquel monumental palacio.

Los buscadores de anécdotas reales convirtieron en comidilla editorial las penurias mentales de Felipe V, quien anduvo escondiéndose de él mismo por aquellas recámaras con el cuento de que ya estaba muerto, o el pavor sin nombre que Fernando VI tenía a sus propias heces, lo que muchas veces lo llevó a sentarse sobre los pomos de sus magníficas poltronas dizque para contener la fuerza de lo que es por naturaleza imparable.

Aunque otros monarcas que habitaron aquel Palacio Real de Madrid dejaron muestras de muchas otras excentricidades, nada hacía presagiar aquella tarde de visita al Palacio Real de Madrid que el rey Juan Carlos I fuese a hacer algún aporte plebeyo que algún biógrafo sin oficio mereciera considerar en la larga lista de manías de sus ancestros desquiciados. Pero lo hizo y con bastante ventaja.

Ocurrió en la mitad del besa manos, cuando aún faltaban unas ochenta personas por pasar ante los reyes a dar el consabido saludo. El soberano tenía un cutis sonrosado, como si se hubiese acabado de despertar, y la reina desplegaba esa cordialidad de amiga buena que es habitual en ella. La última vez en que don Juan Carlos I había sido noticia fue cuando en 2007 durante una cumbre de jefes de estado en Chile, le dijo fuera de quicio a un polémico Hugo Chávez que “¿por qué no te callas?”.

Yo (y ofrezco disculpas por esta abrupta primera persona) que estaba a punto de salir victorioso de este riguroso protocolo, quise al final del saludo hacerle al monarca una pregunta obligada: “¿Majestad, le dije, aquél a quien usted pidió que se callara, ya se calló o cree que aún no lo ha hecho?”. Al oír la pregunta, la reina dejó de estrellar la mano que sostenía en ese momento y me miró con una sonrisa de oreja a oreja, pero al rey, afectado por una pertinaz sordera, tuve que repetirle la pregunta, tras la cual soltó una sonora carcajada que ya hubiera querido el más grande humorista como colofón de su carrera.

Pero el exabrupto del rey no fue ese. Fue poco después de la impertinente pregunta, cuando el soberano se ausentó de la ceremonia del besamanos y desapareció tras bastidores. Lo seguí de vista y después intenté pasar de bulto entre varios agentes de seguridad y mozos de librea, hasta que descubrí a varios ujieres de palacio custodiando una puerta al final de un corredor. Pregunté a uno de ellos: ¿”Disculpe, dónde está el rey?”. El hombre, con la molestia domada por una vida de buenas maneras, respondió: “el rey está en el lavabo”.

Que conste: esta foto fue tomada antes de que el rey se ausentara en el ‘lavabo’

Me quedé allí a la espera de la salida del rey del ´lavabo´, mientras el resto de la concurrencia se deleitaba con la presencia de la reina consorte, quien continuaba en solitario con el saludo de rigor. Pensé en que ¿qué podía tener de raro que el monarca de España estuviera ejecutando una soberana micción en los baños reales, en los mismos baños que se negó a usar su ancestro Fernando VI y que, además, hubiera lavado sus manos después de la operación como cualquier plebeyo en pleno uso de buenas costumbres de higiene? Vinieron a mi cabeza dos palabras en latín, rex urinam, las cuales no solo describían lo que el rey acaba de hacer, sino que además era la forma como trataba de vestir con pompa un acto tan trivial y humano que aún, por un extraño arrebato de escrúpulo ajeno, no terminaba de aceptar en un ejemplar de sangre azul.

De repente, por un instante, noté cómo el rey salía del baño, cuidando su bragueta y el arreglo de su elegante traje gris de tres botones. Pasó de largo a pocos pasos de donde yo estaba, sin mirar más que un lejano horizonte íntimo como todo monarca que se respete. Después, siguió estrechando la mano de los últimos visitantes en el interminable besamanos.

Volví a repetirme en aquel palacio de tantos reyes extravagantes la palabra en latín, rex urinam, y embargado por una especie consuelo académico caí en la cuenta de que después de tantos soberanos dementes, maniacos y extravagantes, finalmente uno de ellos, el último descendiente de aquella estirpe de Borbones y Orleáns era como cualquier mortal, porque es un rex urinam, o lo que en buena lengua castellana que heredamos de España en este lado del mundo, significa que él como muchos plebeyos es un rey que mea.

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Redacción Minuto30

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