Nueva opinión generalizada a tenor del 11 de Septiembre: hemos dado lugar a una década de miedo. Reaccionamos exageradamente al 11 de Septiembre — al-Qaeda resultó ser un tigre de papel; nunca se produjo un segundo ataque — arruinando así al país, destruyendo nuestra moral y enviándonos a la decadencia nacional.

Charles Krauthammer

El secretario de defensa afirma que al-Qaeda está al borde de la derrota estratégica. Cierto. ¿Pero por qué? Al-Qaeda no se consumió espontáneamente. Pero en cuestión de una década, Osama bin Laden pasaba de ser el emir del islam radical, el héroe yihadista en honor al cual se bautizaban así a bebés de todo el mundo musulmán — a ser el viejo eremita patético, recluido prácticamente confinado, que contempla sombras de sí mismo en un aparato de televisión de baja calidad en una habitación sin mobiliario.

¿Qué convirtió al caballo fuerte en el caballo débil? Justamente la masiva e implacable guerra norteamericana al terror, una campaña sistemática mundial librada con creciente sofisticación, eficacia y letalidad — que ahora se denigra tan fácilmente tachándola de «reacción exagerada».

Primero fue la campaña afgana, tan universalmente apoyada en tiempos que durante años los Demócratas denunciaron que el Presidente Bush no estaba destinando los efectivos y los recursos suficientes allí. Ahora se ve reducida a gancho como una de las «dos guerras» que nos arruinaron. Pero aun así Afganistán fue totalmente imprescindible a la hora de derrotar a los yihadistas, entonces y ahora. Pensamos en Pakistán como la meca terrorista. No vemos que Afganistán es nuestra meca, la base desde la que tenemos libertad de acción para atacar el cuartel general de la yihad en Pakistán y las regiones fronterizas.

También Irak fue decisivo, aunque no de la forma que pretendíamos. Hemos dejado de elegirlo como campaña central de la pulverización de al-Qaeda más de lo que Eisenhower eligió la Batalla de las Árdenas como lugar de la destrucción definitiva de la maquinaria bélica alemana.

Al-Qaeda salió a combatirnos en Irak por las buenas, y no sólo fue derrotada sino humillada. La población local — árabes, musulmanes, sunitas, oprimidos presuntamente por el invasor — se unió al infiel y se levantó contra los yihadistas de su entorno. Fue una derrota singular de la que al-Qaeda nunca se recuperó.

El otro gran logro de la década fue la infraestructura defensiva antiterrorista construida apresuradamente de la nada tras el 11 de Septiembre por el Presidente Bush, y después prolongada por el Presidente Obama. ¿Prolongada por qué? Porque funcionaba. Nos mantuvo seguros — las escuchas telefónicas sin orden judicial, la Patriot Act, la extradición a terceros países de los detenidos, la detención indefinida y, sí, Guantánamo.

Tal vez, afirma la opinión generalizada, pero este uso intensivo de la fuerza ha arruinado al país y condujo a nuestro clima actual de desesperación y decadencia.

Tontadas. La factura total de «las dos guerras» es de 1,3 billones de dólares. Eso representa menos de la undécima parte de la deuda nacional, menos que un ejercicio fiscal de gasto público deficitario de Obama. Durante la dorada década de los 50 de Eisenhower marcada por el robusto crecimiento económico de 5% anual de media, el gasto en defensa era del 11% del PIB y el 60% de los presupuestos federales. Hoy, el gasto en defensa es del 5% del PIB y del 20% de los presupuestos. Vaya con la extralimitación de los compromisos imperiales más allá de las posibilidades económicas del imperio.

Sí, estamos cerca de la quiebra. Pero esto tiene tanto que ver con la guerra contra el terror como las manchas solares. La inminente insolvencia no se desprende de los presupuestos en defensa cada vez más reducidos sino de la expansión generalizada de los derechos sociales. Ellos devoran casi la mitad de los presupuestos federales.

En cuanto a la Gran Recesión y el colapso financiero, pueden atribuirse a la errónea legislación federal que propugnaba la propiedad de la residencia mediante hipotecas basura de riesgo. A las hipotecarias públicas Fannie y Freddie. A los avarientos banqueros, a los agentes de crédito sin escrúpulos, a los hipotecados ingenuos (y codiciosos). A los productos financieros informatizados respaldados por otras herramientas financieras tan complejos e interrelacionados para eludir los controles. ¿Pero a la guerra contra el terror? Sandeces.

El 11 de Septiembre fue nuestro Pearl Harbor. Esta vez sin embargo, el enemigo no tenía domicilio. No había Tokio. Lo cual es la razón de que la guerra actual no se pueda enmarcar en apenas cuatro años. Fue un conflicto no convencional emprendido por un enemigo no convencional empotrado en una comunidad religiosa mundial. Pero en cuestión de una década lo habíamos desarmado y derrotado casi por completo, y desarrollado — aunque a través del método empírico y de bajas trágicas — las herramientas para seguir persiguiendo sus vestigios a un precio vertiginosamente reducido. Eso es un logro histórico.

Nuestras dificultades y pesimismo presentes son casi exclusivamente económicas en su origen, el amargo fruto de legislaciones fiscales, reguladoras y monetarias equivocadas sin ninguna relación con el 11 de Septiembre. La presente desmoralización de América no es resultado de la guerra contra el terror. Todo lo contrario. La denigración de la guerra contra el terror es el resultado de nuestra presente desmoralización, de la lectura con carácter retroactivo de los males actuales en el seno de la historia real — y exitosa — de nuestra respuesta al 11 de Septiembre.

© 2011, The Washington Post Writers Group

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Redacción Minuto30

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