La ausencia de conflicto no significa “paz”; la erradicación de la violencia tampoco es “paz” y el conflicto puede transformarse en algo positivo. ¿Cómo?

Medellín ha tenido 76 mil homicidios en los últimos 30 años. En estas décadas de vida con sabor a muerte, la urbe pasó de ser la más violenta del mundo a una que, si bien tiene altos índices de homicidios, ha logrado salir de los listados internacionales de ciudades más violentas, gracias en gran parte a las políticas de paz. Siempre que el gobierno nacional inició procesos de paz con diferentes grupos, se sintieron los efectos de una menor violencia homicida en la ciudad. Pero el crimen organizado es apenas un síntoma de un mal mayor.

La violencia homicida en Medellín se clasifica en dos tipos: las «confrontaciones extraordinarias» (enfrentamientos entre grupos armados)  y la «violencia expresiva» (crímenes pasionales, riñas callejeras y vecinales y delincuencia común). Lo preocupante es cómo las muertes se distribuyen en estas categorías. En 2016, 50% de los homicidios en Medellín tenían que ver con el crimen organizado; el otro 50% eran por convivencia e intolerancia (28%), seguido por delincuencia común y violencia intrafamiliar.

A diciembre de 2020, la lucha contra el crimen organizado y las treguas entre bandas criminales redujeron los homicidios en un 32%, pero el porcentaje de homicidios por «violencia expresiva» es alarmante. La evidencia disponible sugiere que un número importante de habitantes de Medellín, viviendo y luchando entre mundos abatidos, sumidos en cultura y barbarie, “resuelven” sus conflictos matando al otro. Este fenómeno de intolerancia tiene una explicación.

Uno de los vicios de la sociedad colombiana es aspirar a la uniformidad del pensamiento. En Colombia no nos enseñan a disentir y concebimos el debate como una guerra para imponernos al otro a la fuerza. No sabemos tener contradictores, y convertimos al adversario en enemigo; «quien no está conmigo es mi enemigo» y de ahí surge la violencia. La «Cultura de Paz» y la «Educación para la Paz» buscan transformar esta realidad.

Se entiende por «Cultura de Paz» la vivencia de los valores ciudadanos, la participación democrática, la prevención de la violencia y la resolución pacífica de los conflictos. A su vez, la «Educación para la Paz» consiste en la apropiación de conocimientos y competencias ciudadanas para la convivencia pacífica, la participación democrática, la construcción de la equidad, el respeto por la pluralidad, la identidad y valoración de la diferencia. Pero, ¿cómo se aplica esto en la realidad?

Decía Wittgenstein que «los problemas filosóficos [y humanos] surgen cuando el lenguaje hace fiesta». El corolario es que los problemas se solucionan cuando el lenguaje se pone en orden. En concordancia, tomar los conceptos “violencia”, “agresión” y “conflicto”, y resignificarlos en clave de convivencia, cambia el criterio. La «Educación para la Paz» hace justo eso: transformar el conflicto mismo, encontrando posibilidades de crecimiento en él.

Un conflicto no es una disputa. Controvertir no es polarizar. En una sociedad democrática, lo que debe haber siempre son varios temas y propuestas sujetos de diálogo y reflexión, y motivos de argumentación y discordia intelectual. El fortalecimiento de las habilidades para la vida cotidiana (empatía, comunicación asertiva, manejo de emociones y toma de decisiones) permite desarrollar las competencias ciudadanas comunicativas (asertividad, escucha activa y argumentación) que facilitan métodos pacíficos y alternativas de resolución de conflictos.

Desde esta perspectiva, y entendidos siempre dentro del ámbito de las ideas –no desde el ámbito de las personas–, los conflictos son oportunidades de generar transformaciones. Como afirma el Secretario de No-Violencia de Medellín Juan Carlos Upegui: «Si logramos que las diferencias de ideas no impliquen asesinar o matar al otro, sino que la diversidad de visiones de ciudad se enfrenten en el terreno de la argumentación, ahí podemos encontrar un terreno fértil en el que los conflictos aporten para enriquecer el debate y el desarrollo de la ciudad».

Por tanto, es necesario involucrarnos en estos procesos de reconstrucción del tejido social. No podemos negar la violencia, pero sí podemos transformarla. Desde 2015, la Cultura de Paz y la Educación para la Paz se están implementando en las instituciones educativas de todo Colombia, orientando sus actividades formativas a niños, niñas, adolescentes y sus familias. De esta manera, se fortalecerán las competencias ciudadanas que propicien la convivencia pacífica y permitan encontrar alternativas de resolución de conflicto.

Quizás no sea en la uniformidad de pensamiento, sino en la deliberación, la discrepancia, el debate democrático y la construcción colaborativa de conocimiento, donde se encuentre la salida a este destino demente, decadente, de sangre y matanza que ha marcado nuestra sociedad. Aprender desde el disenso, para unir voluntades y crear consenso.

La opinión del autor de este espacio no compromete la línea editorial de Minuto30.com

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Redacción Minuto30

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