Debemos reflexionar sobre lo mucho que la naturaleza nos enseña a través de los árboles; cuando su raíz empieza a crecer, cuanto más tiempo pasa y más oscuridad reciben, más fuertes se vuelven sus ramificaciones que se agarran a las entrañas de la tierra con toda su fuerza.

El tiempo es la base para la divina transformación que se opera en la planta, convirtiendo el estiércol en poderosa savia que nutre la raíz y hace surgir, poco a poco, un poderoso tronco de un tallo pequeño. En una mágica transición de lo débil a lo fuerte, se yergue recto buscando el cielo al amanecer, y elevándose hacia las estrellas al anochecer, como contemplando siempre el maravilloso espectáculo de la naturaleza.

Con el correr del tiempo, el árbol va creciendo y cuanto más lentamente lo haga, más resistente resulta su madera. A fuerza de espera y de perseverancia, se forma un poderoso tronco del que brotan unas verdes ramas, que son la base de la esperanza, el origen y la manifestación de la vida. Se van nutriendo con la savia y la luz del sol, para que luego puedan brotar las hojas que empiezan a crecer y diversificarse en las más variadas formas y tamaños, buscando crecer más y más y elevándose hacia el firmamento.

Así debería ser nuestra vida, buscando las más altas aspiraciones y creciendo con la firmeza del árbol, fortaleciéndonos desde nuestro interior. Nuestra acción debe ser como la de un árbol que sirve tanto a las personas buenas como a las equivocadas e inconscientes. El árbol da su sombra incluso a quien lo está golpeando para robarle sus frutos, y a quien lo está cortando le deja su aroma impregnado en el acero del hacha.

Las plantas y los animales tienen una característica especial, y es que son felices por el simple hecho de ser lo que son. No tienen apegos, y salga o no el sol, ellos siempre cumplen con su esencia. A diferencia de nosotros, no tienen ambiciones: el pájaro canta y es feliz porque puede cantar y volar, el león porque puede rugir. Nunca esperan nada, y por eso son felices. Aceptan las cosas como son y no tienen ideas preconcebidas sobre lo bueno y lo malo, porque la fuerza del bien es la misma del mal, ya que todo radica en el equilibrio y el uso que se les dé a las cosas.

Sólo la ambición sana, pura, ésa que procede directamente del corazón, que ya no es deseo sino aspiración, nos puede dar la verdadera felicidad. Y así como el árbol da sus frutos y cuánto más cosechemos mayor será su crecimiento, nosotros siempre debemos estar dispuestos a dar sin esperar nada a cambio, porque la caridad es como el fertilizante: si lo guardamos en una bodega y no lo usamos, inmediatamente empieza a oler mal, se pudren las paredes y se destruye la madera; pero si lo repartimos y lo compartimos con los demás, se abonarán y fertilizarán los campos y podremos cosechar los frutos del amor, la paz y la felicidad.

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Redacción Minuto30

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