Hubo en la Roma imperial un gobernante déspota llamado Calígula, capaz de las peores arbitrariedades contra los ciudadanos y el senado, al someterlos al arresto por simple sospecha y conducirlos a batallas suicidas ante los alemanes o enfrentamientos delirantes, como aquél en el que envió a sus soldados a luchar espada en mano contra el mar embravecido.

Siglos después, había de nacer otro monarca en un país minúsculo de Europa, y que se conoció como Leopoldo II, el rey belga, que en su sed de dominios se apropió—con el engaño universal de promover la concordia –del vasto territorio del Congo en África, esclavizó a sus nativos, los torturó, los mutiló y después los exterminó por el cobre, el caucho y el marfil.

Trece años después de la muerte de este genocida brutal, subió al poder en la Unión Soviética un comunista llamado José Stalin, un menestral hastiado de la era zarista, que esclavizó a su pueblo en una industrialización atroz, los envió a morir en varios frentes de guerra y, después, los diezmó en sus inhumanos planes quinquenales de industrialización en los que murieron veinte millones de soviéticos.

La lista es interminable: Mao, dirían algunos; Franco, gritarían otros; Netanyahu, recordarían también por ahí, pero los tres que acabo de recordar tenían en común un rasgo muy humano: odiaban.

Analizando sus biografías, eran lo que hoy podría llamarse “haters”, unos odiadores sin redención. Dementes consumidos por su furiosa sed de poder y codicia. Frente a ellos, podrían palidecer los odiadores contemporáneos, pero eso es un asunto que la Historia resolverá.

Mi modesto interés es tratar de comprender este estado del alma y escudriñar sobre la utilidad de esta pasión humana, justamente cuando en los medios digitales ha comenzado a crecer como maleza y el odiar se ha convertido en una postura habitual para comunicarnos (o incomunicarnos). El hombre siempre ha odiado, pero ahora tiene dónde hacerlo más fácil.

Para empezar a comprender este sentimiento, no se puede negarlo, ni mucho menos desentenderse de él con sesgos morales. Lo que hay que hacer, de modo urgente, son tres preguntas concretas para poner el odio en su lugar y desenmascarar a quienes lo usan o se dicen sus víctimas con fines ideológicos.

La primera es: ¿para qué sirve el odio? Generalmente para nada. Los mejores ensayistas como Montaigne le han dedicado tiempo a escrudiñar este encono humano. Él dijo: “no hay pasión que tanto trastorne la veracidad de los juicios como la cólera”. Ahí está: el odio es un trastorno, una cólera que hace pensar en una enfermedad infecciosa y epidémica.

Ahora bien, la supuesta utilidad del odio la han defendido aquellos que lo usufructúan. El odio de unos suele ser el pretexto de otros para generarlo, y así, entre odiadores y odiados se esparce la plaga.

Esto nos lleva a respondernos de modo anticipado la segunda pregunta: ¿qué hacen con el odio los que odian? Es Montaigne quien nos vuelve a hablar: “mientras el pulso nos lata fuerte y la irritación nos conmueva, debemos aplazar nuestros actos, porque las cosas nos parecerán muy distintas cuando nos hallemos en frío y apaciguados”.

La advertencia montaigniana desnuda una verdad: el odio lleva a los peores actos. Como lo demuestra la vida de Calígula, Leopoldo II, Stalin y muchos otros que ya son lugares comunes de la Historia, aborrecer lleva a la guerra, al racismo y a extremismos de toda laya. En el mundo contemporáneo los “ismos” parecen fuentes inagotables de odio.

Esos “ismos” de derecha, de izquierda y de falsos centros han creado marcos mentales que justifican el odio con fines políticos. Recuerdo un odiador colombiano, Laureano Gómez, al que llamaron “el monstruo” porque, entre otras barbaridades, justificó en pleno Capitolio el “atentado personal” y “la acción intrépida” como fórmulas de civismo político.

¿Aun así seguimos odiando? Sí, porque el odio es fácil e imperfecto y así es el hombre. Esto nos lleva a contestar la última pregunta: ¿quiénes, a pesar de todo, siguen odiando? Pues nada más ni nada menos que esos hombres fáciles, dementes, narcisistas y sociópatas que saben que el odio da tribuna. Por eso este sentimiento volcánico es frecuente entre la turba, la muchedumbre y los hombres adeptos a la guerra.

El odio posee. El odio maneja. Por tal razón quienes sucumben a su llama son incapaces de tender puentes de diálogo. ¿Qué odiador escucha las razones de otro si está encadenado para siempre a las suyas? Quien odia da órdenes. Sus órdenes. Impone discursos como un padre dominante y se niega a abandonar su nave de furia, cerrando las salidas a los demás, sabiendo que todo aquello zozobrará.

Recuerdo un ejemplo político que descubrí cuando escribí la novela “El hombre que fue un pueblo”, sobre Jorge Eliécer Gaitán. Este líder, en medio de la Violencia que acababa a los militantes liberales en todo el país, pudo desatar su odio y el furor de la multitud contra el presidente Ospina Pérez, durante la mítica marcha del silencio. Pero Gaitán hizo algo aún más sobrecogedor: contuvo la multitud con una plegaria.

Es así que la moderación, en contraste al odio, requiere ingenio y la inteligencia necesaria para apagar el fuego y el furor pero aun así encender una llama en el otro. Entre los que odian y dejan que el odio los abrase se confunde muchas veces el carácter con la amenaza; lo categórico con la intransigencia. De manera que somos enanos en elocuencia pero inmensos trogloditas en la vocinglería y la procacidad.

Los hombres públicos de hoy han estudiado todos aquellos asuntos de estado como si de ello dependiera su vida, pero han olvidado el vasto universo de las emociones. Saben de matemáticas y cálculos económicos y políticos pero no saben lidiar con sus sentimientos. Su boca y el tono de sus palabras los delata. La anaconda del odio los abraza hasta la muerte y al final se descubre que, casi todos, son analfabetas emocionales.

Ineptos y coléricos, pues de ellos se espera por lo menos honradez y decoro para convencer de sus razones. Personas virtuosas que eviten apelar al efectismo de las emociones instintivas y básicas de la gente. Porque así como un paciente no espera que un médico lo opere con aborrecimiento, entonces, ¿por qué la gente habría de esperar que un político o funcionario público gobierne con odio? Esa cuarta pregunta la debe responder usted, estimado lector.

Periodista y escritor
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Redacción Minuto30

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