Cuando ciudadanos de todas las latitudes han consentido en que hasta las neveras sean ordenadores. Cuando omitimos cualquier reparo a que muchas redes eléctricas, cerraduras y hasta bolígrafos recojan y transmitan permanentemente datos sobre nuestros comportamientos y preferencias, estamos asistiendo a la apertura de un nuevo frente de preocupaciones cotidianas:

¿?Será que los beneficios netos de la tecnología justifican los riesgos que ella implica? En otras palabras, debemos lograr que los costos de nuestras soluciones tecnológicas sean inferiores a los costos de no tenerlas.

Bajo esta nueva perspectiva, hoy se reconoce mucho más que las redes sociales entrañan riesgos cibernéticos como los de filtración de datos personales y los de estafa y otros delitos informáticos, pero casi nunca entre nosotros, se habla de la censura. Esta además de someter las libertades de expresión más allá de lo permitido, socaba la confianza social y la misma democracia.

El tema viene pasando de agache en Colombia, a pesar de su omnipresencia, pero ha sido uno de los más importantes en varios países, pues es innegable el inmenso poder que tienen las compañías responsables de regular y operar las redes sociales.

Dos audiencias en el Senado estadounidense revelaron en octubre la enorme inconformidad de los diferentes sectores políticos con el manejo (censura y supresión) que las redes sociales han hecho de los contenidos políticos durante la campaña presidencial de 2020.

El senador republicano Lindsey Graham, quien preside la audiencia del Comité Judicial, advirtió que se necesitan nuevas regulaciones para garantizar que las principales plataformas sean responsables de las decisiones sobre eliminar o filtrar los contenidos o permitir que permanezcan en línea.

Una semana antes de los comicios presidenciales en EEUU Mark Zuckerberg, CEO de Facebook, Jack Dorsey de Twitter y Sundar Pichai, de Google, fueron interrogados por teleconferencia sobre cómo supervisan y moderan el contenido político en la web.

Argumentaron que la Sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones -que protege en ese país a las firmas de responsabilidad derivada del contenido publicado por sus usuarios- es crucial para la libre expresión en internet.

Pero en paralelo, las compañías vienen dando cuenta de una censura cada vez más generalizada, cuyo soporte ya no reside en criterios humanos inquisidores, sino en logaritmos.

En su informe sobre el cumplimiento de las normas comunitarias publicado en octubre, Facebook reveló que los sistemas de inteligencia artificial lograron detectar el 95% de los discursos de odio y que estos fueron eliminados de forma proactiva; es decir, sin que los usuarios tuvieran que denunciarlo.

Además, reveló que uno de cada 10.000 contenidos publicados en Instagram y Facebook fueron considerados discursos de odio.

En concreto, la compañía retiró por este motivo 22,1 millones de mensajes durante el periodo comprendido entre julio y octubre de 2020, (una cantidad similar a la del trimestre abril-junio) y 6,5 millones en Instagram (el doble que en el trimestre precedente).

Adicionalmente, en EEUU las compañías vienen etiquetando en forma creciente información engañosa, siendo más visible Twitter, pero también lo han hecho Instagram y Facebook, donde se ha denunciado el cierre de un grupo a favor de Trump que pedía se detuviera el conteo de votos.

Todo indica que en estos casos han ido muy lejos. Pero ciertamente, hay situaciones extremas, donde estas compañías deberían estar en condiciones de tomar algún tipo de medida. Entonces, ¿dónde está el límite?

La Junta Supervisora de Facebook creada en octubre, ha seleccionado entre sus primeros casos a revisar, aquellos que tienen una importancia crítica para el discurso público o los que puedan generar dudas sobre las políticas de Facebook o Instagram.

Entre ellos, figura una publicación que fue retirada por “incitación y violencia”, porque criticaba la estrategia contra el coronavirus en Francia al “supuestamente rechazar la autorización del uso de hidroxicloroquina y azitromicina contra el COVID-19, mientras autorizaba correos promocionales del remdesivir”.

En sentido similar, una publicación del ex primer ministro de Malasia, Mahathir Mohamad, que decía que «los musulmanes tienen derecho a estar enojados y matar a millones de franceses por las masacres del pasado”.

Así mismo, la publicación de “dos reconocidas fotos de un niño muerto con ropa en una playa al borde del agua” acompañada de un texto en birmano preguntando por qué no ha habido “ninguna represalia contra China por su trato de los musulmanes uigures, en contraste con los recientes asesinatos en Francia por unas caricaturas” y contenido que mostraba la destrucción de iglesias en el conflicto armenio-azerbaiyano.

Todas las anteriores fueron retiradas, bajo la categoría discursos de odio. Esta categoría comprende diferentes tipos de mensaje que atentan contra grupos de personas por su raza, sexo, cultura, creencias religiosas, orientación sexual, etc.), cuya prevalencia se estima entre 0,10 y 0,11%; es decir, 11 de cada 10.000 contenidos vistos por los usuarios.

De hecho, el Vicepresidente de Integridad de Facebook, Guy Rosen defendió el retorno a las oficinas de los moderadores de contenido, basado en la necesidad de ejercer control más efectivo sobre los contenidos inadecuados.

En Colombia, también cabe preguntarnos: ¿Qué tan consolidada está la política de las compañías a cargo de las redes sociales sobre la eliminación de contenidos?, ¿existen instancias y mecanismos de integridad corporativa que garanticen el ejercicio de nuestras libertades fundamentales en la red?, ¿qué hacer con los discursos de odio y discriminaciones prohibidas? Y ¿qué para evitar que esta puerta a la censura se convierta en un arma política de enorme impacto sobre la competencia electoral o sobre el control ciudadano?

Téngase en cuenta que crecen las voces de acuerdo con las cuáles durante 2020, Facebook se ha convertido en ejecutor de censura bajo el régimen comunista de Vietnam.

Hay que tener en cuenta que en Colombia y en gran parte de América por efecto de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, ni siquiera los jueces pueden censurar la divulgación de mensajes, pero pueden establecer responsabilidades posteriores.

Mucho menos entonces, los operadores de redes sociales pueden seguir censurando. Aunque esto en absoluto quiere decir que deban quedarse con los brazos cruzados. Además de las sanciones propias de las normas comunitarias de uso, estrategias como el etiquetado de advertencia prometen constituirse en puntos medios admisibles, para casos extremos.

Parece que estamos a tiempo de desactivar puertas de acceso al control oficial de lo que opinamos. Nadie está exento de este flagelo, que no conoce de fronteras ni de signos ideológicos.

Los riesgos son reales y la situación suficientemente preocupante, como para motivar una posición más activa de las autoridades y de la propia sociedad civil, pues carece de toda racionalidad esperar que la iniciativa de enderezar el rumbo provenga de entidades que no han logrado consolidar suficientemente sus políticas al respecto, o transmitirlas consistentemente incluso al interior de sus organizaciones.

Como sociedad debemos abordar responsable y oportunamente esta discusión. Y en todo caso, la entrada a un año prelectoral marca un buen momento para iniciarla.

@ortegasebastia1

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Redacción Minuto30

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