Cada vez que viajo a una ciudad cualquiera que ella sea, lo primero que busco es un viejo café, que conjuntamente con las iglesias, los mercados y los teatros, constituye un verdadero templo de la intelectualidad, la convivencia social y la espiritualidad. Me encantan los cafés coloniales, añejos, con historia, aquel lugar que se constituyó en el emblema de una urbe, de un pueblo, de un barrio.

Hasta donde se tiene noticia los primeros cafés fueron creados en la Viena imperial de los Habsburgos, los más bellos y famosos por encima de los de París, Londres, Roma y Madrid, son los vieneses; más que cafés son palacios, viejos e históricos monumentos arquitectónicos y culturales, El Central y El Sacher son a mi juicio los más hermosos, acogedores y con historia en la capital vienesa. En estos tiempos en los que la generación de los milenials se conforma con los insípidos y desangelados cafés Starbucks, bueno es recordar que gran parte de la historia, la política y la cultura han sido producidas en estos acogedores, bulliciosos y solemnes centros de la socialización humana.

Los países donde existen las estaciones son por antonomasia los más cultores de esos acogedores y espirituosos lugares. París hizo famosos los cafés como lugares de lectura de periódicos, encuentro de poetas, escritores, periodistas, pintores o simples habituales a estos míticos y encantadores espacios públicos. El Flore, Aux Mugost, El café de la paz (paix) tienen tanta historia y guardan muchos secretos de Sartre, Simone de Beauvoir, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y decenas de filósofos, escritores y poetas que hicieron de Saint Germain de Pres el epicentro cultural mundial del siglo XXI.

Estos oasis de paz y joyas arquitectónicas suelen abundar en urbes como Buenos Aires donde el más emblemático de todos es el Tortoni.

En un invierno varios viajeros disfrutamos de hermosos y acogedores cafés de Coímbra, Portugal; Salamanca, Valladolid y Burgos en España. Nada más encantador y cautivador que pasar en un buen café una mañana, una tarde o una noche de tertulia, camaradería, acompañados en esos momentos inolvidables de un café, un vino o una bebida espirituosa. El grado de civilización y cultura de un pueblo puede medirse por la importancia que le da a los teatros, las iglesias, los cafés, bares, tascas, boliches o heladerías. Tristes serían los pueblos y ciudades sin estos preciosísimos centros de encuentros entre hombres y mujeres.

La relación entre los templos religiosos y los cafés de la vieja tradición es estrecha, no es disonante que un café se ubique en una iglesia, doy dos ejemplos: en Coímbra, existe en el centro un bello y acogedor café aledaño a una tradicional iglesia lugareña; en Colombia, la curia manizalita tuvo la excelente idea de crear un café dentro de la catedral de Manizales que contribuye a que el viajero o el nativo pase un agradable momento de esparcimiento y recogimiento espiritual.

Al hacer evocación de los cafés como epicentros de la cultura, la política y en general de la vida social, es de lamentar que muchos han desaparecido, al igual que las librerías y las casas disqueras, para ceder el paso a tiendas de celulares, casinos o ventas de baratijas sin ninguna consideración estética.

El Medellín de mediados del siglo XX contó con el hermoso y encantador café Zoratama de propiedad de mis tíos Eduardo y Kiko Pineda Giraldo, ubicado en el más céntrico lugar medellinense, en la Playa con Junín, sirvió de epicentro de acontecimientos históricos y sobre todo del más acogedor espacio para ver pasar las gentes de una urbe apenas en ciernes, casi un pueblo grande. Los cafés de igual significancia como La Bastilla y el Pilsen fueron templos sagrados donde se vivió la mejor época cultural de la llamada Tacita de Plata. El Viejo París fue un café de barrio popular, ubicado en el balcón de la comuna oriental por el que pasaron muchos parroquianos que tenían en él un refugio en el cual tener un buen pasar las horas, de diversión, de tertulia y de juegos de billar y cartas. El Jordán fue en su época, años cuarentas y cincuentas, un café barrial ubicado en el otrora aristocrático Robledo, donde se realizaban encuentros musicales y culturales que hicieron de la capital paisa una urbe creciente amable, culta y tranquila.

En torno a los cafés, los pueblos y ciudades han creado su propia identidad a la vez que han servido como epicentros de socialización, creación de cultura o simplemente como lugares de encuentro para sustraerse a esa agotada vida que se percibe fuera de ellos. Madrid, Cádiz, Sevilla, Barcelona y otras ciudades españolas han luchado para que muchos de ellos subsistan. Han desaparecido muchos a causa de la mercantilización de la sociedad posmoderna, todavía permanece incólume El Gijón, el viejo refugio de grandes escritores, poetas y periodistas españoles. En Roma quedan algunos memorables ya que en ellos se filmó la película del siglo XXI, La dolce vita, en la calle donde se daban cita reyes en el exilio, playboys en decadencia y ricos aristocráticos de otros países. Urrao, en Antioquia, llamado el paraíso escondido, posee un refinado y acogedor café en una calle. Tengo entendido que algunos cafés mundialmente famosos han sido declarados patrimonio de la humanidad, solo ello impide que se sigan cerrando estos sacrosantos lugares donde el alma humana vive momentos espirituales, culturales y sociales que endulzan y hacen más llevadera la a veces dura existencia cotidiana.

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Redacción Minuto30

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