Corría el año de 2007 en nuestra “madrastra” España, como diría el célebre escritor y catedrático rosarista Álvaro Pablo Ortiz, cuando fue aprobada la Ley de Memoria Histórica “por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura”, una ambigua herramienta que en principio buscaba solucionar las disputas y querellas que encontraban sus raíces en la Guerra Civil del 36 y que se prolongaron hasta la muerte del General Francisco Franco en 1975. Sin embargo, como toda ley poco explícita y haciendo uso de la característica picaresca española, las interpretaciones que se la han dado van más allá de simples reparaciones, y han cercenado de manera irresponsable y sesgada la manera de entender la historia en ese País.

No se debe ser partidario del Franquismo o de la República para entender que los hechos pasados deben ser enseñados a las futuras generaciones con total objetividad y sin tergiversaciones mezquinas, cosechando rechazos y odios innecesarios que pueden perjudicar la unidad de la Patria. Es por esto que en España, la ley de memoria “histérica” como algunos prefieren llamarla, ha hecho más daño que bien, polarizando a una sociedad que no ve con buenos ojos cambiarle el nombre a la calle “José Moscardó” y a los que con total exaltación aplauden la remoción del monumento al “Caudillo de Castilla” Onésimo Redondo.

Y es que esa polarización nunca es buena. Tratar de “rojos” o “fachos” dependiendo de la corriente política a la que se pertenezca es la perfecta representación de la inmadurez nacional que se tiene en el País, generando una desunión absurda, vacía y sin sentido.

Sin embargo lo que más me preocupa como colombiano es la creciente cantidad de jóvenes que salen de sus colegios y universidades con una visión totalmente moldeada y acomodada de los acontecimientos del pasado. Una visión en la que no fueron los protagonistas los libros y las crónicas, sino los maestros y adultos interesados en generar esa absurda polarización. Jóvenes de mi generación que no sufrieron el fragor del terrorismo, las fauces del narcotráfico y el golpe rotundo de la extorsión o el secuestro, y que ahora se encuentran en un medio distorsivo que pretende presentarles a los grupos guerrilleros como los héroes rebeldes que se alzaron en armas contra un Estado ineficiente y oligarca que desprotegió a quienes más lo necesitaban.

Me preocupa saber que hay jóvenes que encuentran en Pizarro Leongómez un avatar de la igualdad, en el M-19 a Robin Hood y sus cómplices, y en Manuel Marulanda y Jacobo Arenas los ídolos que todos deberían seguir. Me preocupa todavía más que sus fieles admiradores estarán en el Congreso y darán el mal ejemplo de que delinquir vale la pena, de que el pillaje se paga con curules, y sin embargo mi mayor preocupación son las generaciones venideras, aquellas que todavía no se han gestado, pues estarán a la sombra de una memoria histórica absolutamente acomodada.

Espero no tener que vivir la remoción del monumento a Laureano Gómez sobre la Carrera 30 en Bogotá, acusándole de haber gestado los grupos paramilitares en el País, ni la del monumento al mártir conservador Álvaro Gómez Hurtado, alegando cualquiera de esas estupideces que tan comunes son en nuestro País para dañar la imagen del otro.

La Memoria Histórica debe concebirse como un ejercicio en conjunto, pluralista y que tenga en cuenta todas las perspectivas. Pretender fomentar una homogeneidad a la hora de narrar los hechos es absurdo, como lo es orientar las historias hacia un lado u otro. Es menester, por tanto, promover desde todos los sectores un conocimiento de nuestra historia que promueva una identidad colectiva sin ánimos de polarización y desunión.

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Redacción Minuto30

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