Mi difunta abuela Margarita decía que años atrás en la ciudad “había más balas que granos de frijol”. Los colores de la primavera eran una utopía: el pavimento era de color rojo, los cementerios eran ambulantes, la muerte tenía silueta de pistola, olía a cocaína y las faldas de este territorio montañoso servían como rampa para cuerpos que caían al centro de un valle de sangre.
Al ser reconocida por más de tres décadas como la ciudad más violenta del mundo, Medellín tenía un rostro de náusea, donde a mediados de los 80 vivir era un lujo del que no disfrutaron mucho líderes y defensores de derechos humanos, habitantes de calle, trabajadoras sexuales y un sinfín de personas que padecieron su vivencia en este Valle.

La ciudad tuvo un “desorden funcional” que se sostuvo por un imaginario colectivo que legitimaba la violencia.

El proceso de urbanización del conflicto armado se evidenció en el rol protagónico de guerrillas (FARC – ELN), las milicias, paramilitares e integrantes de las fuerzas armadas del país. Además, no podemos desconocer que muchas de las maniobras del sector empresarial de nuestra región hicieron parte de la repulsiva y acaudalada industria del crimen.

Según cifras del Observatorio del Centro Nacional de Memoria Histórica y de la Unidad para la Atención y Reparación Integral de Víctimas, entre 1980 y 2014 al menos 106.916 personas fueron víctimas del desplazamiento forzado, 19.832 asesinadas selectivamente, 2.784 desaparecidas forzosamente y se tuvieron 221 masacres que dejaron como producto la repugnante cifra de 1.175 víctimas.

Medellín fue una ciudad en un “estado de naturaleza hobbesiano” donde la incertidumbre de un actor del conflicto hacia otro dejó efectos, principalmente, en quienes no hacían parte de dichos grupos criminales: madres, abuelas, niños, niñas, adolescentes y jóvenes que eran absorbidos por la desesperanza de nacer o llegar a una tierra donde soñar no tenía cabida.

En este mismo periodo de tiempo, si sumamos las 784 víctimas de acciones bélicas, los 484 afectados por secuestros, los 336 casos de violencia sexual, las 136 víctimas de reclutamientos forzados y las 80 víctimas de atentados terroristas nos dirigimos a un panorama aterrador donde en menos de 40 años se dejó un saldo de al menos 132.529 víctimas reconocidas del conflicto armado.
Para el año 1991, por su tasa de crimen nuestra ciudad protagonizaba los titulares en el mundo, con un promedio de 381 homicidios por cada 100.000 habitantes. La gran pregunta es, ¿por qué?, ¿qué perseguían los distintos actores del conflicto?, ¿cuál era el botín?, ¿qué valía más que la vida?, ¿por qué los jóvenes preferían armas a lápices?

Las lágrimas de miles de madres no lograban limpiar los regueros de sangre.

Ahora piense usted, ¿cómo es que, en medio de la barbarie y atrocidad logró renacer un pueblo?,
aunque muchos le den los méritos al sector empresarial o a las administraciones públicas de la ciudad (de las cuales no desconozco su vital papel), quiero hacer hincapié en el rol de los jóvenes y su participación en distintos escenarios de la ciudad: si hace unas décadas poníamos los muertos para la guerra hoy los jóvenes somos el cimiento, la magia y esperanza de un territorio al que la participación, el arte y la cultura le susurraron hace unos años al oído que las cosas no andaban bien y que los jóvenes nos pararíamos en la raya por el futuro de nuestra tierra, la llamada generación del “No Futuro” situada en la “década perdida” es hoy la generación que permite la transformación constante del territorio.

Según la Encuesta de Percepción Ciudadana de Medellín (2021), hoy el Valle es una ciudad que sobresale como uno de los principales centros industriales, comerciales y financieros del país.
Medellín le dijo “No” a la guerra apostándole a mejorar su equidad social y su competitividad económica y, principalmente, en términos de educación, donde:

la cobertura neta ha alcanzado niveles superiores al 80%, es decir, de cada diez niños entre los tres y cuatro años, ocho están atendidos en instituciones oficiales y no oficiales.
El incremento en el acceso a la educación superior fue paralelo a la reducción de índices de criminalidad, un pupitre, un cuaderno y un lápiz han podido impactar más que un uniforme, un fusil y el odio.

Según la Agencia para la Educación Superior en la ciudad SAPIENCIA, en 2019 las tres IES adscritas al Municipio de Medellín contaban aproximadamente con el 15% del total de estudiantes matriculados en Medellín, cifra en aumento año tras año con iniciativas como “Matrícula Cero”.

También con redes de bibliotecas públicas que se extienden hasta las zonas periféricas (por cierto las más conflictivas en años pasados) y además un excelente ejercicio de planificación urbana donde se construyeron parques e instalaciones deportivas en los Barrios.

Además, de notorios avances en materia de movilidad donde la conexión del Valle a través de teleféricos y sistemas masivos de transporte permitió reunir y acercar un poco más al Valle de las tres ciudades: la ciudad del centro, la ciudad de las periferias y la ciudad detrás de las periferias o también llamados Corregimientos.

En materia de seguridad ciudadana, Medellín permaneció por fuera del listado de las 50 ciudades más violentas del mundo entre 2015 y 2018. Con cambios en su organización y avances en su infraestructura que no se desconectaron del ámbito social logró empezar una constante transformación en cada una de sus esquinas.

Actualmente, en la ciudad de Medellín se le ha apostado al desarrollo social de la mano de la Cuarta Revolución Industrial; esto desde la apuesta del “Valle del Software”, donde se busca que se instalen 21 Centros del Valle del Software: instalaciones donde los medellinenses podrán encontrar formación, equipos, impresoras, laboratorios, impresoras 3D y todo un contexto de interacción con el tema.

El Secretario de Desarrollo Económico de la ciudad, Alejandro Arias, define el Valle del Software como una “vocación económica y también un modelo de re-educación económica que busca identificar los negocios y oportunidades que ofrece esta Revolución Industrial en el mundo y enfocarse en su economía”. De igual forma, se le apuesta a que en la ciudad nuestros niños puedan tener un computador.

Según El Diario El Tiempo para finales del 2020, mientras en Colombia por cada cuatro niños había un computador, el promedio en Medellín era de 1 por cada 7 niños. Hoy se le apuesta a un computador por niño de nuestras Instituciones Educativas, se está reindustrializando la ciudad. Los niños, niñas, adolescentes y jóvenes del Valle hoy podemos tener herramientas para aportar a la transformación de esta tierra que tanto amamos.

Dice Augusto Monterroso en una de sus líneas que “lo malo de ir al cielo, es que cuando estás allí el cielo no se ve”; aunque nuestro Valle haya logrado grandes transformaciones en tan poco tiempo, aún debe atender a complejidades sociales y estructurales que no permitan un retroceso. Nos debemos seguir pensando y actuando a futuro, con un sentido de pertenencia amplio que nos permita a la generación actual dejar cimientos como aquellos que nuestros abuelos nos forjaron a nosotros.

Si hace unos años nuestra realidad giraba en torno a los muertos de nuestra ciudad hoy lo hace en torno a los datos, por eso en Medellín pasamos de un Valle de sangre a un Valle del Software.

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Redacción Minuto30

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