La muerte de Nelson Mandela ha coincidido, en el tiempo, con el proceso de paz colombiano, y con absurdos intentos de establecer paralelos entre el caso sudafricano y el nuestro, los cuales son profunda y esencialmente diferentes, casi opuestos.

Saúl Hernández

Saúl Hernández

Mandela llevó a su país a la reconciliación, pero hay que mirar con detenimiento el tipo de lucha que llevó a cabo para comprender por qué se llegó al entendimiento final. Un primer elemento a considerar es que Mandela y su gente luchaban contra un estado de cosas evidentemente injusto e inaceptable como es la discriminación racial. La democracia no admite ningún tipo de discriminación, en ella todos los seres humanos son libres y tienen igualdad de derechos y, en teoría, hasta de deberes. En el último siglo hubo grandes avances para garantizar esa igualdad y poco a poco han ido desapareciendo las talanqueras que instauraban algún tipo de segregación, fuera racial, étnica, religiosa, de género, etc.

El reclamo de Mandela, entonces, era justo. Es cierto que el Consejo Nacional Africano incurrió en actos de terrorismo que cobraron las vidas de decenas de víctimas y que, por consiguiente, el confinamiento de Mandela durante 27 años no fue un abuso, pero la grandeza de Mandela surge del reconocimiento de los errores cometidos y el haber repudiado la violencia, liderando, a partir de esa contrición, un movimiento pacífico que partía de reconocer también a los otros, a los afrikáners —los blancos descendientes de holandeses—, que era la minoría que gobernaba al país.

El segundo elemento es, precisamente, el hecho de que Mandela representaba a la inmensa mayoría de sudafricanos, a la población negra que constituía cerca del 90% del total del país, lo que agravaba, evidentemente, el estado de cosas pues el apartheid no afectaba a un segmento minoritario —como ocurre a menudo— sino a la casi totalidad de los habitantes con miras a mantener los privilegios de la minoría blanca. Por tanto, se concluye, de nuevo, que se trataba de una lucha justa, aunque ello no debe excusar tampoco el uso indiscriminado de la violencia como Mandela, finalmente, lo entendió.

En cuanto a la reconciliación, es evidente que ambos bandos hicieron su contribución: los blancos reconocieron que la segregación racial era una política inaceptable que había que abandonar y los negros —y talvez este fue el mayor logro de Mandela— se comprometieron a no tomar retaliaciones, convenciendo a los blancos de que en el país cabían todos y no había nada qué temer.

Es cierto que estos hechos podrían ser un buen ejemplo para los colombianos pero los casos no son lo suficientemente parecidos como para pensar que la gesta de Mandela nos pueda servir de espejo. Primero, las guerrillas no son producto de políticas discriminadoras o segregadoras de algún tipo, como de orden económico que impida el acceso a la tierra, por ejemplo, y genere pobreza. No, la verdad es que las guerrillas son una creación de Moscú, a través de Cuba, para inocular el comunismo en Latinoamérica.

Segundo, aquí las guerrillas dicen luchar por el pueblo oprimido por la oligarquía pero, como bien lo sabemos, son los más crueles verdugos de ese pueblo que dicen defender. De hecho, las guerrillas no representan a nadie. Si nos atenemos al generoso 3% de las encuestas, estaríamos hablando de un millón y medio de colombianos. Pero son 8.000 combatientes, 20.000 milicianos y 20.000 idiotas útiles que aun disculpan sus crímenes. Eso, a duras penas, constituye el 0.1% de la población.

Tercero, los Mandelas criollos no quieren ir a la cárcel ni por 27 años ni por 27 minutos. Y, como si fuera poco, no reconocen sus crímenes ni convencen a los colombianos de que dejarán los métodos criminales para siempre y renunciarán a su empeño de acabar las libertades y convertirnos en otra franquicia cubana, como lo es ya Venezuela.

En síntesis, creo que el error de considerar que el caso sudafricano es asimilable al nuestro, nace de comparar a un gigante como Mandela, con simples matones de esquina. Pero, ¿cómo es hoy la Sudáfrica que dejó Madiba? Un país de 50 millones de habitantes con 42.9% de habitantes en la pobreza —según el Banco Mundial— y una alta criminalidad que deja 15.000 homicidios al año —cifra muy similar a la de Colombia—. Eso no se parece a un país en paz ni a lo que el fallecido líder se había imaginado de una nación multicolor.

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Redacción Minuto30

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