En nuestro paradigma actual, los niños y sus juegos por ejemplo, son una amenaza para la integridad de los ‘amados’ vehículos. Pudiera ser que sus balones rayen la valiosa pintura o que con sus recreos públicos estorben y quiten inútilmente espacio para el reposo de las adoradas máquinas. Pero ya casi no quedan niños que se diviertan en el espacio público, han sido obligados a encerrarse en sus casas. Los pocos que quedan están desplazados porque no tienen donde confinarse o guarecerse. O están abandonados.

El alto costo de la dependencia del automóvil ha potenciado un estilo de vida destructivo desde el punto de vista humano, ecológico y social. Se ha convertido en un factor de segregación y dominación. En Colombia al menos 80 por ciento de la población nunca se beneficiará del carro particular. Para movilizarse la mayoría deben apelar al servicio público y a caminar. Otros tantos a la motocicleta cuyo uso hoy crece casi de forma geométrica y unos pocos a la bicicleta. Pero el 80 por ciento del espacio de las calzadas está ocupado por vehículos privados, la mayoría con un solo pasajero.

Si bien su auge ha favorecido el avance del mundo, su mal uso y la superpoblación motorizada han generado crisis. En 1950, el mundo tenía 70 millones de automotores. Para el año 2000 la cifra se multiplicó por diez, lo cual ha supuesto que desde 1970 creciera a 16 millones de vehículos por año. Si esta progresión continúa, sobre el 2020 circularán más de mil millones de unidades motorizadas en el mundo. Estos vehículos hoy consumen unos 40 millones de barriles de petróleo cada día, algo más de la mitad del consumo mundial, y son responsables del 50% de la contaminación ambiental y también de un tercio de las emisiones de gases de efecto invernadero.

El carro, aunque se le ponga la etiqueta de «limpio» o «verde», se ha convertido en la causa principal de heridos y muertos en muchos países del mundo. El tráfico motorizado mata cuatro veces más que las guerras, o sea, 1.26 millones de personas cada año. Esto supone cerca de 3500 personas muertas en las carreteras del mundo por día, sin contar los casos de asma y algunos tipos de cáncer. Cuando se analizan las cifras de 10 a 15 millones de muertos por década en carretera, heridos con invalidez, junto a los animales muertos, el problema se agrava mucho más.

Hay que añadir a esta tragedia que los autos modifican gravemente el entorno urbano. Sustituyen a las comunidades hechas a escala humana, donde caminar es habitual, por comunidades con infraestructuras para llegar a cualquier sitio lo antes posible y con anchas calles llenas de asfalto destinadas al tráfico vehicular. Con ello se consigue que ya no se pueda acceder a pie, quedando así los lugares de encuentro social e intercambio cultural dispersados, y desapareciendo la posibilidad de contactos informales entre personas que unen a las sociedades. La vida se desplaza hacia el interior, separada de la de los demás.

La dependencia de nuestra sociedad de esta tecnología tan cara y que causa desigualdad se ha extendido de tal modo que el automóvil ha conseguido un gran monopolio y poder en muchos lugares. Algo que poco consideran seriamente políticos y gobernantes en los llamados “planes de movilidad”. Este sistema basado en el petróleo y las calzadas vehiculares impide que los niños, mujeres gestantes, los viejos, las gentes más pobres y discapacitadas puedan moverse libremente.

El transporte público, la bicicleta y las infraestructuras para peatones quedan en segundo plano. La salud se afecta, disminuye la actividad física contribuyendo a la epidemia global del sedentarismo, al sobrepeso y a un alto riesgo de males del corazón. Promoviendo espacios para autos a todo costo, la sociedad crea un desierto urbano que sustituye el sentido de lugar y comunidad, por el aislamiento. No sin razón, en una reciente conferencia un gran urbanista del mundo concluyó: “Los carros son para los niños de hoy, lo que los lobos eran para los niños de la Edad Media”.

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Redacción Minuto30

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