¡Cómo cambia la sociedad! En estos días pensaba en mi niñez mientras observaba un niño de tan solo tres añitos pegado a un celular, parecía una garrapata, se le veía la fuerza y su obsesión por ese diminuto aparato. Vinieron a mi mente aquellos años maravillosos donde uno sólo pensaba en jugar y pasar feliz, tranquilo y cómodo, cómo no recordar cuando otrora tocábamos las puertas de los amiguitos vecinos a ver si a ellos también los dejaban salir a jugar un rato, así era la cosa, las mamás nos daban permiso para salir, con horario restringido y vigilancia incluida desde el balcón, al mejor estilo del panóptico de Michael Foucault. Ya en la calle, revueltos niños y niñas, jugábamos bote tarro, yeimis, chucha cogida, pañuelito, golosa, brincábamos lazo y, hasta comitivas hacíamos con los aportes en especies que cada uno llevaba de su casa. Sacando provecho al encuentro callejero, botábamos adrenalina tocando timbres y corriendo a escondernos del perro bravo o del vecino regañón. Todo eso lo hacíamos en plena calle, saltando y brincando sin compasión, obvio, no había tantos carros y motos circulando como hoy, la verdad nos sentíamos libres, y, a pesar de los peligros de la calle siempre nos supimos cuidar.

Triste el día en que se acabaron los barrios, o mejor los muchachos de cuadra, la barriada, la gallada, el parche… uno a uno los fueron encerrando en unidades residenciales. Para mí, fue esa la primera trampa a la estupidez, secuestraron los sueños de niños y jóvenes en cárceles disimuladas, alegando seguridad y tranquilidad. Mientras nuestras generaciones corrieron por calles empinadas y sin pavimentar, adornadas con mangas, rastrojos, basureros y barrancos, las calles de hoy lo tienen todo, pavimento, aceras, iluminación, pero, faltan los muchachos con su típica alegría. No pretendo satanizar las unidades residenciales, pero imposible ocultar que al interior de algunas de ellas, donde se cree estar seguros y protegidos, se han gestado bandas delincuenciales bien peligrosas para la ciudad. Mientras no pocos le echan la culpa de los vicios a la calle y a los callejeros, yo pienso, respetuosamente, que fue el encierro y la doble moral de los padres, los inventores de esta trampa, el encierro. Creen algunos que dejando sus hijos hasta la media noche en zonas comunes residenciales y enmalladas, estarán a salvo de los vicios y las porquerías. Oh libertad que perfumaste las calles de mi barrio donde nací, ah, en mi época también hubo ladrones y marihuaneros y nada me pasó.

Una trampa más fue la televisión, aparato que controlaban los papás y que nosotros no podíamos manipular, sin embargo, lo disfrutábamos de principio a fin con programas sanos, no se presentaban desnudos ni noticieros amarillistas, el noticiero principal era de Arturo Abella, un señor de lentes gruesos quien presentaba, o mejor, leía las noticias. En la parrilla de programas de los fines de semana no faltaban Los Pica Piedras, Los Supersónicos, La Familia Ingalls, La Perra Lassie, El Hombre Nuclear, La Mujer Maravilla, Los Magníficos, El auto Fantástico, La Pantera Rosa, entre otros muchos más. Recuerdo que sólo había un televisor en la sala, donde se congregaba la familia. Hoy no hay control, cada miembro de la familia tiene su propio control al mejor estilo del “hotel mama”, los papás se acuestan y no saben hasta qué horas y, menos, qué programas vio su hijo hasta altas horas de la noche, una trampa sin límites. Algunos papás alegan que hay que confiar en los hijos, uh, bueno, dejemos así, que trampa a la estupidez.

Antes de nombrar lo que a mi parecer es la tercera trampa, quiero dejar claro que no tengo nada en contra de la tecnología de punta ni los adelantos electrónicos, pero, todo empezó con un simple tamagochi, un diminuto aparato que idiotizó a más de uno, madrugando, trasnochando, es decir, de día y de noche los muchachos eran esclavos de aquel minúsculo pedazo de plástico lleno de botones. Como por arte de magia renunciaron a sus amigos y se dedicaron al cuidado de ese supuesto hijo putativo. Fue esa la puerta que se abrió a la tecnología, aquella que acabó con las galladas y los juegos de calle, sí, porque llegaron los juegos de consola y mandaron al cuarto de San Alejo el parqués, el dominó, el naipe, la pirinola y otras entretenciones más. Niños y jóvenes quedaron atrapados por Mario Bross y su descendencia, en modo, tiempo y lugar fueron apareciendo las maquinitas, el computador, las tabletas y, la trampa más tenaz, el celular. Triste decirlo, pero el “otro” dejó de existir en el entorno infantil y juvenil, la soledad y sus consecuencias empezaron a ser la mejor amiga de las futuras generaciones.

La última trampa de este siglo XXI, indiscutiblemente, es la internet y todos sus secuaces, Facebook, WhatsApp, Twitter, Instagram…, en ellos depositan estas generaciones su confianza y sus intimidades. Olvidan los papás que las redes informan pero no forman, y que cuando informan pueden hacerlo de manera errada. Las trampas de la estupidez siguen llegando, los amigos en las redes sociales abundan, pero el individuo sigue estando solo, qué estupidez.

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Redacción Minuto30

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