guillermo zuluaga

Cuando bajé a la fuente me enternecí al ver que Fidel le lavaba las llagas al afligido. Este al sentir mis pasos avergonzose de su miseria y alargó hasta el tobillo el pantalón. Con turbado acento me contestó los buenos días. 

  • ¿Esas lacraduras de qué provienen?
  • Ay señor, parece increíble, son picaduras de sanguijuelas. Por vivir en las ciénagas picando goma esa maldita plaga nos atosiga, y mientras el cauchero sangra los árboles las sanguijuelas lo sangran a él. La selva se defiende de sus verdugos y al fin el hombre resulta vencido.

A mitad de camino, de esa Vorágine que es la vida en la selva de Arturo Cova y de Alicia, esta escena bien sintetiza la gran novela del huilense José Eustasio Rivera, que por estos días ajusta el primer centenario de su aparición entre lectores. 

Y cómo no traerla a cuento, dejarnos arrastrar por esas aguas que celebran esta noticia, si La Voragine, es uno de los referentes de nuestra literatura. De hecho, Antonio Caballero ha dicho que “si la gran novela en España es El Quijote, la gran novela de Colombia es La Vorágine de José Eustasio Rivera”. Y quizá suene exagerado en estos tiempos en que Gabo, con sus amores en cólera o sus años de soledades, sigue siendo no solo un mojón  de Colombia sino del habla hispana; o ya cuando, entre otros, Juan Gabriel Vásquez comienza a cobrar notoriedad, –y sobre eso volveremos más adelante- pero las palabras de este gran analista sí deben ser tenidas en cuenta.

Podríamos mejor decir que hasta el momento de su aparición –marzo de 1924- sí fuera la gran novela y por cuatro décadas más. O por menos la parteaguas de nuestra literatura. De eso se ocuparán estudiosos de esos temas, pero lo que sí resulta definitivo en esta obra es el origen de la misma y el contexto en que aparece. Debió ser novedosa esta obra –hablando de ríos inagotables y de selvas que también-  pues “Colombia” seguramente terminaba en las márgenes del gran Magdalena o en el piedemonte de la cordillera Oriental –si acaso iría hasta Villavicencio, y seguramente al norte se alargaría siguiendo el curso del Magdalena hacia el mar Caribe y hacia el noroccidente en la provinciana Antioquia, y de pronto al sur la mirada terminaba en el suroccidente Cauca.

Y de repente esta novela. Que nos encontró con selvas y sus bastas humedades y sus árboles frondosos, sus ríos inagotables, caudalosos y coloridos,  en un momento en que el país apenas estaba perfilándose en sus límites oficiales; basta recordar que en 1932 – ocho años después de aparecida la novela- hubo un litigio fronterizo con Perú lo cual da cuenta de que todavía las fronteras no se habían resuelto definitivamente; y el país que aún no salía de un oscurantismo conservador iniciado unos 40 años atrás, vivía además un periodo de baja autoestima tras la pérdida del departamento de Panamá.

Quizá sea el gran aporte de esta obra: contarnos de un país allende en un momento en que aún no había tanta idea del territorio, pese a que los llanos orientales, donde se dieron algunas sobresalientes batallas que sellaron nuestra independencia, no parecían hacer parte del “país”. De sus selvas menos. Y entonces José Eustasio Rivera vino a dar cuenta de ellos.

Rivera, que alternaba la composición de sonetos, con el trabajo en algunos encargos de Estado, trabajó en la Comisión Limítrofe Colombiana, desde 1922, pero pronto a lo mejor sintió aquello que muchos años después, sintiera Alfredo Molano, al intentar  analizar la vionecia en zonas de colonización: “la teoría va para un lado y la práctica para otro”. Y dicen  que Rivera pronto desertó. Pero todo ese conocimiento y lo observado, ese llano inacabable, esas selvas inhóspitas y recónditas, esos ríos de tantos colores que ya tenía impregnado en sus sentidos los plasmó en esta obra, donde se vale de los amores y desamores de Arturo y de Alicia, para dar cuenta de una historia en la que, más que ellos, la selva es protagonista.  Una selva, claro, mirada desde la prevención occidental, esa selva que él narra como “un cementerio enorme” que se traga la gente.

Una selva que muestra llena de fieras y de pequeños y venenosos insectos, que podían matar, pero que no eran los únicos riesgos, pues:

“la selva trastorna al hombre desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino y la codicia quema como fiebre, el ansia de riquezas convalece al cuerpo ya desfallecido, y el olor del caucho produce la locura de los millones. El peón sufre y trabaja con deseo de ser empresario que pueda salir un día a las capitales a derrochar la goma que lleva, a gozar de mujeres blancas y emborracharse meses enteros, sostenido por la evidencia de que en los montes hay mil esclavos que dan sus vidas por procurarle esos placeres, como él lo hizo para su amo anteriormente. Solo la realidad anda más despacio que la ambición y el beriberi es mal amigo. En el desamparo de vegas y estradas, muchos sucumben de calentura, abrazados al árbol que mana leche, pegando a la corteza sus ávidas bocas para calmar, a falta de agua, la sed de fiebre con caucho líquido; y allí se pudren como las hojas, roídos por ratas y hormigas, únicos millones que les llegaron al morir”.

Y si bien la selva ocupa gran parte del territorio colombiano, quizá suene un poco exagerado pensar, con Caballero, que eso somos; o que nos define, por lo que su tesis bien admita el debate. O porque después de esta, también otras obras quizá nos muestran o nos definen en ciertos momentos y espacios, como La Tejedora de Coronas, de Germán Espinosa; La Virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo; Sin remedio, de Antonio Caballero; Historia secreta de Costaguana, de Juan Gabriel Vásquez; A Colombia, pues, hay que encontrarla, más que en la Historia o la Diplomática, en la literatura (quizá en el arte en general). Quizá debió ser extraño leernos y vernos colombianos en La Vorágine, pero ese es el gran acierto de Rivera.

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Sobre el estilo habrá mucho por decir y que lo hagan los doctos. En estas páginas no hay las nostalgias propias del costumbrismo: hay un presente que agobia, que duele, que incierta. Y para mostrarlo, está cargada de poesía, de escenas significativas, de diálogos profundos. En su estructura a veces, se recurre al monólogo, otras veces a la tercera persona, hay versos, sonetos, un poco de ensayo.

En estas páginas como en la mayoría de la literatura discurre el amor, la codicia desmedida, la pasión, el poder que se corrompe, la soledad, la incertidumbre. Y a ello se suma un asunto que la hace más interesante: la denuncia sobre la explotación del caucho. Pero Rivera no lo hace como el juez que juzga, que sentencia. Germán Arciniegas decía, precisamente que el éxito de La Vorágine «es la capacidad de realizar una denuncia sin caer en el moralismo”. Pues Rivera nos muestra en La Vorágine, “las injusticias en que incurrían las empresas extranjeras que explotaban a nuestros caucheros pero sin desplazarse jamás hacia el discurso ideológico ni apartarse, no ya del rigor literario, sino ni siquiera del más exigente rigor estético”. 

Cien años después de publicarse vale volver los ojos sobre sus páginas (yo la leo por tercera vez y vuelvo a sorprenderme). Para disfrutar de su estilo; para entender un poco más lo que era y no era nuestro país. O quizá para comprobar en una vez más lo poco que hemos cambiado. La literatura es espejo de las sociedades: quizá aquella selva ya no sea tan inhóspita; o ya tenemos otra selva, de cemento. Pero aquellos problemas que mostró Rivera parecen latentes: Nuestros litigios fronterizos siguen; el abandono de los indígenas sigue, la Violencia no da tregua. (Ni qué decir de la codicia desbordada que arrasa nuestro medio ambiente y de la corrupción que parece un mal que, como una Vorágine, sigue tan potente).

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Redacción Minuto30

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