Colombia arrastra con el lastre de un conflicto armado de más de medio siglo, que ha dejado tras de sí una larga estela de muerte y destrucción, con más de 7 millones de víctimas, mortales unas (más de 220 mil) y otras que han sido objeto del secuestro, el despojo, el desplazamiento forzado o del confinamiento, el ultraje y la tortura. Ello se ha constituido en un freno para su crecimiento, su desarrollo y progreso social. Por mucho tiempo se ignoró olímpicamente la existencia misma del conflicto, lo que impidió encontrar vías para su solución; con un criterio miope y reduccionista se consideraba que en este país lo que existía era meramente una amenaza terrorista por parte de unas bandas armadas al margen de la Ley que había que reducir a la impotencia confrontándolas mediante el ejercicio legítimo de la violencia por parte del Estado. Lo cierto es que pasaron muchos gobiernos y muchas administraciones variopintas que se hicieron el propósito de ponerle fin a este conflicto, que hunde sus raíces en una realidad social y económica que le sirve de caldo de cultivo, sin lograrlo.

Amilkar Acosta Medina

Bien dijo Einstein que no hay problemas insolubles sino problemas mal planteados, lo demuestra el gran avance de las negociaciones que se adelantan en la Habana entre el Estado colombiano y la insurgencia de las FARC, la guerrilla más antigua del mundo. Bastó con que el Presidente Juan Manuel Santos le diera un giro de 180 grados a la concepción que hasta entonces se tenía con respecto a la guerra y la paz por parte del Estado colombiano. Al reconocer la existencia del conflicto armado se abrió la posibilidad de encontrarle una salida negociada al mismo y se ha avanzado tanto por este camino, que puede decirse que nunca antes se había llegado tan lejos y nunca antes habíamos estado tan cerca del fin del fin de este conflicto.

Podemos afirmar sin titubear que las negociaciones de la Habana ya arribaron a un punto de no retorno, así lo demuestran la decisión tomada por las FARC, por primera vez en su largo historial desde que se levantaron en armas, de declarar un cese al fuego unilateral y con carácter indefinido y más recientemente al comprometerse a remover más de 100 mil minas antipersonas sembradas por ellos en casi 700 municipios en los últimos 25 años. Estos son pasos gigantes hacia la terminación de esta guerra y son una gran contribución al desescalamiento de la misma. Todo indica que esto va en serio y los astros se están alineando para hacer posible la reconciliación y la convivencia entre los colombianos. Por ello mismo cayó como un baldado de agua fría el aleve ataque perpetrado por las FARC en el Cauca, violando su propia tregua unilateral, el cual dejó un saldo de 11 soldados muertos y 17 heridos. Con ello, al minar la confianza y el terreno ganado, se le infligió un duro golpe al proceso de negociaciones en curso. La airada reacción de la opinión tanto nacional como internacional no se hizo esperar, repudiando este hecho; por su parte el Gobierno nacional respondió a través de sus delegados en la mesa con serenidad, pero con contundencia. Al reiterarles a las FARC que no se van a dejar presionar, manifestó que, pese a ello “los colombianos no debemos dejar de insistir en la búsqueda del fin de la guerra a través del diálogo”. Para lograrlo hay que resistir, insistir y persistir.

Es una verdad de apuño que el teatro de esta guerra ha sido el campo colombiano y que sus moradores han sido quienes han llevado la peor parte; ello no es extraño al hecho de que sea allí en donde se concentra la pobreza y la exclusión social. El rezago mismo del sector agropecuario no es ajeno a esta circunstancia, exarcerbada por una política económica y de tierras que lo ha sumido en su postración y estancamiento prolongados. Colombia es un país caracterizado por las grandes brechas económicas y sociales interregionales e intrarregionales, a tal punto que muchos expertos no dudan en hablar de dos colombias en la que una de ellas concentra los beneficios del crecimiento y del desarrollo y la otra que se encuentra excluida de los mismos. Por ello y por mucho tiempo los violentólogos atribuían a tales causas objetivas la espiral de violencia que ha asolado al país, al servirle a esta como catalizadoras y a ratos de justificación a los violentos. Colombia, a pesar del vertiginoso proceso de urbanización y de descampesinización sigue siendo un país predominantemente rural, pues en la inmensa mayoría de sus municipios, aunque suene paradójico, predomina la población rural.

En el campo colombiano coexisten la actividad minera, agrícola y ganadera en medio de grandes tensiones que han conducido a una sumatoria de conflictos, cuál de ellos de mayor complejidad. A falta de un ordenamiento territorial se presenta allí un conflicto de usos y de ocupación del territorio, así como también un agudo y creciente conflicto social y ambiental. Sorprende saber que, según el Atlas Global de Justicia Ambiental, Colombia es el segundo país en el mundo y el primero en América Latina en conflictividad socio-ambiental. El meridiano de la guerra ha pasado por el territorio y, desde luego, el meridiano de la paz también habrá de pasar por el territorio, de allí que se haya convertido en un lugar común hablar de la paz territorial. El acento de la política de paz, que pasa por la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas, debe estar en las regiones, que lejos de ser sujetos pasivos de la misma están llamadas a ser las grandes protagonistas de dicho proceso.

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Redacción Minuto30

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