Me embarga una honda pena, pues veo a ciertos personajes que quieren ser funcionarios, el funcionario más importante del país, y sé que cuando se es servidor público, al momento de suscribir algún documento que impacte al erario, sea contrato, decreto, resolución o reconocimiento de derechos, se debe ser completamente cuidadoso. Cada que un funcionario de menor rango lleva al escritorio del ordenador del gasto o pone el visto bueno para su firma en un documento que afecte el presupuesto, lo está haciendo bajo la lupa de las llamadas “asustadurías” y de los medios de comunicación (claro que con algo de mermelada esos se solucionan).

Por consiguiente, se debe tener un conocimiento profundo de derecho administrativo, de contratación pública, de presupuesto público, de derecho penal, fiscal y disciplinario, y si el conocimiento no es profundo, al menos que sea conocimiento, o en caso contrario, que personas de extrema confianza y cercanía con el suscriptor de dichos documentos lo tengan. Además de lo anterior, es obvio que se debe tener una estructura ética intachable que garantice que ese documento, además de ser fruto de un proceso cognitivo jurídico depurado, es la materialización de los más altos principios y valores del empleado y de la república.

Esta es la regla general en la administración pública, sea cual sea el matiz político o ideológico que detente, haya llegado como haya llegado al poder: por firmas, avalado por un partido, en encargo, etcétera, el derecho y la ética no hacen miramientos de los orígenes políticos o filosóficos del firmante a la hora de caerle con toda porque la embarró, sea con culpa o dolo. Si sabe cómo es la Administración pública ¿para qué se mete? Y si no sabe, no se meta.

Pero hay una excepción, pero no es una excepción para evadir esos indeclinables principios éticos o estrictos controles jurídicos, no, al contrario, para reforzarlos: todos los funcionarios deben observar irrestrictamente lo antes dicho, pero si usted es un funcionario que vive pregonando la transparencia, que de ella ha hecho su única bandera, que no tiene idea de derecho constitucional, fiscal, penal, disciplinario, administrativo o de contratación (y al hablar de ellos lo tienen que corregir en público de manera patética) y cree que el hecho de gritar voz en cuello cada que le acercan un micrófono a la cara: “transparencia”, “honestidad”, “muchos ojos, pocas manos”, “en Antioquia no se pierde un peso”, “politiqueros de alcantarilla”, le va a rendir frutos, tiene que tener especial cuidado al actuar, pues al solo hablar de esos temas está poniendo todos los huevos de su capital político allí, en la canasta de la transparencia y cualquier error no le quiebra un huevo solitario… da al traste con toda la canasta.

Esa escrupulosidad ética y jurídica se refuerza en el caso que nos ocupa, porque si bien es claro que el reproche que el derecho y la ética le hagan a funcionarios como Lyons, o Abadía (u otros quinientos que citaría aquí) los debe destrozar jurídica y políticamente al socavar de manera descarada la confianza que el electorado ha depositado en ellos; es más claro aún que si su doctrinario político, plan de desarrollo o código de conducta se circunscriben exclusivamente a la palabra “transparencia” no se puede despegar de ella ni “un milímetro de segundo”, ni debe permitir que sus actuaciones sean reprochadas, ni que tengan el más mínimo tufillo de corrupción o ni siquiera de imperfección en la ritualidad jurídica, porque como sacerdote de la honestidad, está pisoteando la hostia de su iglesia ante sus ingenuos feligreses.

Ahora, no se sabe qué es peor, si ver como ese castillo de naipes axiológicos se derrumba ante la mirada atónita de la feligresía y el país, o salir a defenderse con pose de intelectualoide francés lamentándose porque es un perseguido político, poniendo cara de “pobrecito” o de que “me tienen bronca”. Si fuera hijo de mi mamá ya le hubiera pegado un grito: “¡sea macho!” y defiéndase técnicamente, esgrima los argumentos jurídicos que debería esgrimir ante las instancias de control, publique esa panoplia de pruebas irrefutables que se supone le sirvieron de sustrato para haber actuado de esa manera. Pero no salga a excitar la lástima de sus seguidores para que lo arropen con lágrimas creyendo que el tema de la persecución política: primero, le va a durar toda la vida, y segundo, va a ser efectivo, de ese cuento ya no come nadie.

Se hace increíble entonces el sainete de la transparencia y la honestidad, y se empieza a pelar el teflón, cuando se pasa de tener investigaciones (como todo “ex – ordenador” del gasto) a tener escándalos.

En consecuencia, es hora de hacerle saber a nuestros políticos “outsiders” que deben estudiar un poco, que a pesar de que el país está atravesando un momento crítico en la extirpación del tumor de la corrupción y que como toda extirpación, es dolorosa y quedarán cicatrices, esas falsas intenciones no son suficientes y que para engañar bien, deben ir acompañadas, al menos, de hechos de transparencia y honestidad y no de investigaciones, embargos y suspensiones de secretarios, pero sobre todo, esas intenciones (aun las falsas) deben ir acompañadas de conocimiento para que esa extirpación no sea un circo de pueblo y resulte más mala que la enfermedad y lleve por consiguiente a la muerte al paciente (que parece estar en sus estertores) pues esta crisis tan patética no se soluciona con falsas buenas intenciones, pues cuando ellas están acompañadas de malos antecedentes no podemos más que recordar procesos ocho mil, cárceles catedralicias o procesos de paz claudicantes, y creo, este enfermo país ya no soporta otro tegua en el quirófano.

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Redacción Minuto30

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