No había yo alcanzado el llamado por entonces uso de razón, apenas tendría 6 años, cuando en mi populoso y empinado barrio santuariano, La Judea, una tarde mi santa madre me enseñaba lo que uno apenas adivinaba de infante pueblerino de la Antioquia y Colombia de la segunda mitad del siglo XX: que existían los Estados Unidos y Suiza como las naciones más ricas y por supuesto que la nuestra era especialmente pobre, atrasada y acomplejada vendría a saberlo un tiempo después.

Ya los gringos nos empezaban a colonizar con el rock and roll, el twist, el cine y otras modas pseudoculturales que nos impondrían pocos años después con la llamada alianza por el progreso y las dádivas que para los niños prodigaban los impulsores de este programa ideado por el extinto presidente John Kennedy.

No obstante, lo aprendido por la sencilla enseñanza de una madre de comarca, no alcanzó nunca a convencerme de que el modelo de vida de esos ricos rubios era el más apetecible y digno de imitar, por el contrario, excepto algunos ritmos musicales agradables al oído y el cine norteamericano, todavía de buena calidad en esos tiempos, la forma de ser y vivir de los autollamados americanos (como si los otros no lo fuéramos), me ha parecido insulsa y poco atractiva.

Malgastan su tiempo trabajando como robots para pagar las cuentas y poder algún día obtener la pensión de jubilación, casi siempre están cansados y enfermos de engullir una de las comidas menos apetecibles del mundo, saturada de grasas, hormonas y otros repugnantes y dañinos aditivos.

Cuando llegan al ocaso de sus vidas productivas suelen salir por el mundo exhibiendo sus protuberantes barrigas, sus blancas y adiposas pieles en hordas que antes desfilaban con sus cámaras fotográficas fingiendo disfrutar un paisaje que no logran ver realmente para luego colmar álbumes que pocas veces ven ellos o sus allegados.

Los de más poder adquisitivo que han logrado ahorrar algunos miles de dólares suelen mudarse de las inhóspitas y gélidas tierras del norte a las cálidas y azuladas del sur, especialmente a la Florida, a exponer sus desvencijados cuerpos en las atractivas playas y concurridas calles de Miami y otros lugares de veraneo del llamado estado del sur.

De los nórdicos europeos puede predicarse algo parecido aun cuando no lleguen a tener la rutinaria y monótona vida de los yanquis, pues los ingleses como ascendientes de los americanos no son propiamente destacados por su excelente calidad de vida dado que, excepto la monarquía y unos cuantos lores y millonarios, el pueblo del Reino Unido lleva una vida simplona influenciada por la escasez del sol y a lo sumo gastan libras y horas en las insípidas tabernas y clubes que rinden culto extremo a la reina y a la corona inglesa de la que se sienten muy orgullosos.

Lo expresado en las precedentes líneas plantea lo que el excelente ingenioso ensayista catalán, Luis Racionero, denomina “dicotomía entre la tecnología y la civilización, opulencia material y calidad de vida de dos Europas, cuyas mentalidades y formas de vida difieren considerablemente”. La Europa nórdica, trabajadora, laboriosa, poco gozadera, contrasta con la mediterránea y costera, amante de la buena vida, el ocio, la contemplación, la cultura menos consumista pero más humanista.

Los nórdicos, con su doctrina religiosa puritana, su calvinismo pragmático y eficientista representado especialmente por ingleses, alemanes y suizos, idolatran el trabajo, la productividad y la tecnología aun a expensas de una excelente calidad de vida. Por el contrario, el ideal griego y romano del epicureísmo, el buen vivir y el humanismo mediterráneo de la extensa como bella costa mediterránea es practicado por millones de inteligentes y sibaritas habitantes del sur de Italia, Francia, España, Marruecos, Túnez y algunos países más practicantes del bello arte del saber vivir.

No basta ser rico para practicar un modelo en el que prime el gusto por la calidad de vida, se requieren también inteligencia, gusto, sensibilidad y otras aptitudes poco comunes en la Europa central o del norte. Los italianos del Véneto o de la Lombardía, región donde destaca Milán, no viven lo mismo que los alegres y sibaritas sicilianos o napolitanos.

No en vano la cantante y presentadora italiana Raffaella Carrá, lo predica con garbo en uno de sus temas musicales cuando recuerda que perdida la inocencia en el sur se vive mejor. Esto sí que parece corroborarse con las encuestas recientes, según las cuales el poderoso y rico Luxemburgo dista mucho en felicidad con las naciones nada ricas de centro y suramericana, Costa Rica, México y Colombia, que son tenidas como verdaderos paraísos en el arte de vivir bien, lo que extraña ya que la citada cuenca mediterránea parece no tener par en el planeta en el arte de vivir bien. Zorba, el griego, sigue siendo el típico personaje novelesco que representa el hombre que no teniendo mucha riqueza se goza la vida con el alma entera.

El mundo feliz tecnócrata plasmado en páginas por Aldous Huxley, caricaturiza al que teniendo mucho dinero y presumiendo de rico, no tiene la aptitud ni la actitud para vivir bien y alcanzar una vida plena y segura. Los siglos XX y XXI son de esplendor tecnológico, industrial y material, pero de extrema pobreza intelectual y humanística; nosotros los sureños de América compartimos con los caribeños la alegría vivencial no necesariamente producto de una abundante cuenta bancaria.

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Redacción Minuto30

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