El Presidente Santos, en su momento atafagado, baja la cabeza y retira la reforma educativa para aplacar una protesta estudiantil que ya se estaba pareciendo a la de Chile. Y a la siguiente semana “le baja el moño” a las cortes, que se marginan de la discusión de un proyecto que atañe al futuro de la justicia. De manera insólita, la popularidad del mandatario no baja en ninguno de los dos casos.

Por Edgar Artunduaga

Mientras los estudiosos en la materia echan mano de intrincadas teorías para explicar el fenómeno, hay una explicación menos pomposa y campanuda, que le atribuye el lucimiento presidencial a su habilidad boyacense para manejar los asuntos de la política y el Estado.

Con su olfato descomunal, que le permite penetrar a gran distancia en el análisis de la cosa pública, el periodista Juan Gabriel Uribe (antes conservador, ahora santista y petrista) resume el asombro en este hecho concreto:

Santos hizo una campaña que presagiaba el continuismo de Uribe, pero después se ha desmarcado: “Una jugada un poco boyacense por decirlo de alguna manera, audaz en el sentido de la habilidad boyacense de decir una cosa para después hacer otra. Se mantuvo ahí para ganar y ya posesionado cambió de política y lo hizo radicalmente. Pasó de ser el principal enemigo del presidente Chávez a convertirse en su nuevo mejor amigo”.

El país sabe que Santos tiene procedencia boyacense. Y cuando uno ha estado metido en política sabe que el Harvard de la política, el más alto grado universitario en la materia se adquiere en Boyacá.

Los boyacenses tienen una gran inteligencia para aproximarse a los problemas de la vida y de la sociedad. Son muy hábiles para hacer las coaliciones y para tomar determinaciones. Hay que tenerles mucho cuidado. Su habilidad es indescriptible y el presidente Santos ha heredado esa pericia boyacense para hacer política.

La comparación –hay que aclararlo, antes de avanzar- no es peyorativa.  Usted nunca oye un boyacense varado en Bogotá. Siempre tienen puesto o están montando empresas o tiendas, inventando cosas. Y en política son muy hábiles, para interpretarla, para obtener resultados.

Por eso Uribe y Santos son tan distintos. Son dos personajes y dos versiones de la vida, bien interesantes:

Álvaro Uribe es un paisa que se supone  frentero, abierto, cría caballos, le gustan las fincas, trabaja en ese escenario. Santos tiene otra vocación, otra forma de aproximarse a la vida y sus problemas. En términos estridentes, es más estadista, más diplomático. Uribe más frentero y más abierto. Si lo ponemos en lenguaje más crudo y directo, el uno es más sinuoso y el otro más rabioso.

En Bogotá hay más de un millón de boyacenses, que podrían elegir Presidente de la República, si fueran unidos, pero nunca será posible por la descalificación que se hacen entre sí. Armando Solano dice que los boyacenses no rezan para que se dé su propia cosecha sino para que se pierda o se dañe la del vecino.

La habilidad de Santos es combinar el conocimiento de la oligarquía bogotana -a la que siempre ha pertenecido- y las mañas boyacenses, que incluyen el bajo perfil y el cuchillo debajo de la ruana. El boyacense tiene fama de solapado pero también de trabajador incansable. “Cuando viejos siguen madrugando sin saber a qué”, dice don Jediondo, oriundo de esa región. “Y son como las chaquetas de cuero, se arrugan pero nunca se acaban”.

El campesino boyacense que quiere comprar un camión espera pacientemente a que lo atiendan en el concesionario, pero su pinta hace que muchas veces lo desprecien. Al final, se cansa y dice entonces que se va con su costal, sin contarle a nadie que ahí llevaba 100 millones de pesos.

Gente sencilla pero calculadora, que premedita todo, según otro “boyaco”, el parlamentario andino Héctor Elí Rojas.

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Redacción Minuto30

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