En mi genética siempre estuvo el amor hacia los animales, sin embargo me tocó profesarlo a distancia dado que en mi hogar había restricciones para poder tener algún animalito de compañía. Creo que esa genética viene muy arraigada desde el lado paterno, mi viejo fue una persona que profesó la compasión por ellos. Aunque la cultura con la cual fue criado lo obligaba a verlos como seres sin sentimientos u objetos de labores, en su interior algo lo carcomía cuando presenciaba actos de barbarie contra los animales, recuerdo la indignación con la cual pasaba el canal cada que los comentarios taurinos se tomaban la pantalla.

Desde pequeña quise tener algún perro o gato en mi casa, pero objeciones de índole higiénicas, y algunas otras mitificadas, se interponían entre mi constante deseo y la posibilidad de engrosar mi hogar con una magnífica creatura como son ellos, los peluditos de cuatro patas.

Recuerdo en una oportunidad, vivía yo en un municipio del Valle del Cauca, un perro esquelético, que obedecía al cantar de no ser un “perro sarnoso sino un sarno perroso”, que siempre se encontraba en la esquina de un parque de la municipalidad. Yo, a mis escasos diez años, tenía tantos deseos de ayudarle pero no sabía cómo hacerlo y el temor en mi casa me obligaba a acallar mis anhelos, razón por la cual decidí todos los días, sagradamente durante unos quince días que duró su estancia en ese lugar, llevarle comida, que él devoraba con avidez mientras sus cuatro pelos de colita revoloteaban en gratitud por el detalle que nadie se atrevía a brindarle. Luego no lo volví a ver, extrañé mucho a “Beri Beri”, como lo llamé, y mi conciencia siempre se estremeció al saber que no pude hacer más por él, o que la intrepidez no surgió cuando Beri Beri la necesitaba.

Pasaron los años y el deseo de hacer algo por ellos era más fuerte, pero la ignorancia frente al qué hacer o el miedo a tomar decisiones me generaron muchos desaciertos; recuerdo dos imágenes que me marcaron: primera, transitando por las calles de Medellín, ver en una ventana una caja con dos gatitos cachorros llenos de pus en sus ojos, maullando con hambre. Mi interior me decía: “cógelos”, pero, ¿qué haría luego con ellos?, aún era una niña. Años después, dirigiéndome a Bello, en la autopista, un perro a la orilla de la carretera con pánico en su rostro viendo los vehículos pasar a grandes velocidades y yo tener que limitarme a orar por él y desear que todo surgiera bien en su vida.

Llegó la revancha: mi padre me regaló el que fue mi primer amor, el primer perro de mi vida, su nombre: Paco. Era un negrito, hasta de cierta forma “feíto”, muy enmarañado, tenía dos meses y era hijo de una perrita de esas que tienen hogar pero parecen de la calle, pues viven sin ningún tipo de cuidado por parte de sus familias. Cuando mi padre me entregó a Paco me dijo: “para él eres como su madre, recuerda que amar también es disciplinar, así que cuídalo con amor”, y así empezó la historia. Gracias a él me vinculé de lleno a la labor de defender animales. Comencé tarde quizás pero con fuerzas para luchar por estos seres maravillosos que tanto me han enseñado, de allí en adelante llegaron historias de rescates, de sufrimiento, de dolores y de mucho amor sobre todo.

A mi casa, gracias a Paco, comenzaron a llegar otros hermosos seres: Rosita, Apple, Tola, Maggie, Maggoo, Luz Clarita, Lisa Mañau, La Mitú, Pedro y ahora Mario, y con ellos muchas historias. Todos rescatados y con alguna cicatriz en sus cuerpos pero que para ellos jamás será limitante. Tres de ellos han sido inválidos, discapacitados para caminar, pero eso no los ha amilanado, me tocaba duro pero valía la pena. Cambiarles pañales tres veces al día, ayudarlos a desplazarse, pero a pesar de eso, la alegría los invadía cada que me veían llegar; la gratitud de los animales no tiene límite.

Con ellos llegaron muchas historias de amor y desasosiego a bordo del barco de la fundación. Miradas tristes en el momento de los rescates, de incertidumbre al no saber hacia dónde van o por qué razón les ha ocurrido lo que han pasado; muchos han dejado huellas imborrables y sobre todo la responsabilidad de saber que una decisión fuera de tiempo o errada puede acabar con las posibilidades de un peludito de cambiar sus vidas.

Quizás fue tardío el momento, pero ha llegado, quizás tuvieron que pasar situaciones que hicieran el corazón más duro para poder resistir todo lo que es posible encontrar en medio de la tragedia de tantos animales que, inocentes, reciben todo aquello que los humanos deseamos entregarles.

A esos niños que se conduelen, que tienen una afinidad especial por los animales, no les corten las alas, permítanles entregar ese amor que su corazón resguarda hacia aquellos seres mágicos con quienes compartimos el planeta. Para hacer de este mundo un lugar mejor es necesario empezar por la raíz, por ellos, los niños. Cuando ellos aprenden que el respeto es fundamental en las relaciones entre seres vivos, jamás agredirán a otro ser y primarán los valores en su existencia. El cambio empieza en cada uno de nosotros y definitivamente, quien es capaz de hacer algo por un animal abandonado, es capaz de hacerlo todo por amor.

Fundación O.R.C.A
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Redacción Minuto30

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