La felicidad humana como esencia de la aspiración nuestra en el planeta la han concebido los estadistas, los filósofos, los psicólogos y otros pensadores de diversas maneras. La mayor estupidez es pensar que ella se logra por sí misma, sin esfuerzo, o que a ella se accede a través de simples enunciados. Los creadores e inspiradores de la constitución norteamericana, encabezados por Tomas Jefferson, declararon que la felicidad es un derecho. Semejante desfachatez nos impulsa a pensar que un simple mandato hace a los hombres felices.

La tensión, ansiedad, preocupación y velocidad con las que vive el hombre o la mujer de los Estados Unidos en las grandes ciudades, demuestran que los padres de la causa política de la federación americana se equivocaron al estimar la dicha, la alegría o felicidad como un derecho. Parece más acertado concebirla como una aspiración que se logra mediante una lucha cotidiana y múltiples esfuerzos, no se es feliz solo por pensar que lo seremos, ni se alcanza la tranquilidad del ánimo solamente por medio de un pensamiento.

El gran pensador y escritor inglés, Bertrand Russell, en su excelente ensayo La conquista de la felicidad, concluye lo que aquí se viene de afirmar. Este pequeño tratado es uno de los más celebres pensamientos modernos de lo que significa el buen vivir y al mismo tiempo constituye una biblia respecto de las causas que llevan a mujeres y hombres a la amargura, la desdicha y otros factores que impiden conquistar el estado ideal por el que vale la pena vivir plenamente la existencia.

Muchos llaman buena vida, buen vivir, a la mera satisfacción de los placeres que representan la simple subsistencia (comer, dormir, poseer una vivienda confortable, etc.), pero quien vive así se equipara a los animales, para quienes estar satisfechos, más no felices, que es un estado del ser humano, requieren los elementos mínimos de su hábitat, buena salud y estar exentos de maltratos. La felicidad es otra cosa, aun cuando muchos individuos se sientan felices o crean sentirse felices cuando sus vidas apenas representan una supervivencia precaria y superficial. No en vano insignes psicólogos insisten a menudo acerca de lo poco o nada que sabemos vivir y la necesidad imperiosa de ser permanentes y atentos aprendices en el más bello y difícil arte de hacer de nuestra existencia una autentica obra de arte. Seguimos cometiendo errores imperdonables nosotros los mortales y todo parece indicar que en materia de saber vivir vamos en dirección contraria y en un triste proceso de retroceso. No hace falta ser un mago para adivinar que en esta era digital nos hallamos sumidos en una cultura avasalladoramente destructiva, deshumanizante y alienante. La adicción virtual exagerada y desbordante nos está destruyendo la familia, las relaciones personales y las relaciones laborales, hasta el punto que, sin darnos cuenta, hemos olvidado la ternura, la interacción con otras personas, la atención hacia nosotros mismos y reímos poco y conversamos menos, cualidades estas últimas que nos hace profundamente humanos y nos diferencia de los animales.

Las desastrosas y apocalípticas consecuencias que en los últimos quince años ha producido en mujeres y hombres la exagerada y malsana adicción a internet y los teléfonos móviles es el fenómeno resaltado con maestría por la científica de la conducta humana, Sherry Turkle, en su más reciente obra, En defensa de la conversación, libro que calca la vida cotidiana de la sociedad norteamericana en estos tiempos del poder avasallador y destructor de la ciencia digital, magnifica conquista científica malograda por el uso desmedido de ella.

Lejos de estar despojándonos de las viejas y malignas dependencias y dañinos apegos de otros tiempos, nos hemos entregado frenéticamente a las redes sociales que nos están matando el alma y no nos dejan vivir con consciencia y alegría.

De seres inteligentes, conscientes, atentos y sensibles, estamos pasando a ser meras máquinas que nos comunicamos con otras máquinas y olvidamos con frecuencia la naturaleza, las cosas y nuestros semejantes por andar enquistados a un silencioso pero dañinísimo aparato cibernético. De nada nos sirvió la admonición o el llamado que nos hiciera hace unos siglos el gran padre del ensayismo, Michel de Montaigne: «Que la primera ocupación de tu vida, a partir de hoy consista en vivir lo mejor posible».

La conexión digital, la navegación intensa por internet, la penetración desmedida en la zona facebook y la utilización exorbitante de WhatsApp y otras aplicaciones de los móviles o celulares, están acabando la empatía, la conexión con otras personas, la conversación, la utilización y sumergimiento en una sana soledad, el poder apreciar el ocio y el aburrimiento como factores que potencian y alientan la creatividad, indican claramente que en el arte de vivir bien andamos como el cangrejo, en dirección hacia atrás y no hacia adelante como debe ser la vida de un ser humano.

En el arte de saber vivir con sabiduría estamos desaprendiendo cada día más.

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Redacción Minuto30

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