El humo pesado y el olor proveniente de la droga de aquel cementerio de almas en el que me encontraba aquella fría noche en Bogotá, hacían por momentos sentirme tan extraño y tan lejano, pero al mismo tiempo tan cercano y tan corriente que no podía entenderlo. En medio de aquella estrecha y tenebrosa calle donde hasta hace pocos años vivían muchos indigentes conocida por todos como la “calle del cartucho”, se me acercó una mujer anciana y encorvada, envuelta en unos harapos viejos, rosados y sucios. Recuerdo sus ojos chupados entre sus cavidades, su cara totalmente arrugada, y una profunda expresión de dolor y angustia en el rostro. Al acercarse a mí, en vez de decirme Papá Jaime, como todos los habitantes de la calle me conocen, me dijo: ”¿Jaime Eduardo, acaso ya no te acuerdas de mí?”. No entendía cómo alguien que viviera allí pudiera decirme por mi nombre completo de pila, ya que las únicas personas que me han llamado por mi nombre completo son miembros de mi familia o personas muy cercanas que compartieron conmigo mis años de infancia o adolescencia, cuando estaba en mi ciudad natal.

Inmediatamente entendí que ella venía de allí. Por obvias razones, yo no tenía ni idea de quién se trataba. Ella, con su inconfundible acento paisa, me contó que era Patricia, una muchacha que había compartido conmigo algunos años de mi adolescencia. No podía creer que aquella mujer divina, que en mis años de juventud me hubiera impactado por su belleza y garbo al andar, se hubiera convertido prácticamente en una anciana que apenas podía caminar.

Inmediatamente, en medio de mi sorpresa, la abracé fuerte y cálidamente. Podía sentir el temblor de su débil cuerpo y las lágrimas que comenzaron a escurrir por sus mejillas lavaron mi rostro. Finalmente paró de llorar, y me dijo: “Por favor, necesito que me ayudes. Llevo viviendo tres años esta vida, llevada por la droga, la angustia y el miedo”.

Inmediatamente, nos fuimos para una pequeña tienda, que se asemejaba más a un burdel de mala muerte, donde la música estridente y triste parecía hecha especialmente para este sitio tenebroso y fúnebre. Al sentarnos, le dije:”Cuéntame, estoy listo para escuchar qué sucede”. Ella, con una mirada dispersa y llena de miedo, se aseguró de explicarme que la historia era larga. Le dije que tenía suficiente tiempo para escucharla, siempre y cuando ella quisiera realmente que yo le diera una mano para salir de ese infierno en el que estaba viviendo. Me dijo: “Yo era una mujer feliz y de éxito; tu sabes, tenía todo lo que una mujer quisiera tener: una buena familia, un marido excelente, un bello hijo, una profesión, estabilidad económica, poder, prestigio y reconocimiento en mi círculo social.

De un momento a otro, como si me hubieran hecho una brujería, mi vida colapsó y todo comenzó a derrumbarse ante mis ojos: mi marido fue secuestrado y posteriormente asesinado; unos meses después, mi hijo murió; como si fuera poco, la empresa que tenía mi marido quebró y mi vida social se fue a pique. Empecé a visitar al psiquiatra y a utilizar antidepresivos. Me enamoré de él, quien estaba también pasando por una época muy difícil de su vida. Terminé alcoholizada y el vicio me fue arrastrando poco a poco, hasta llegar a perder todas las esperanzas de vivir. He pensado muchas veces en lanzarme a la calle para que un carro me atropelle o en envenenarme, a ver si puedo descansar en paz junto con mi hijo en la otra vida”.

Después de escucharla atentamente, le dije: “Tu problema radica única y exclusivamente en que has vivido tu vida dependiendo de las cosas y las personas, lo que te generó un apego impresionante. Una vez perdiste esas cosas, tu vida se derrumbó. Por estar sumida en esta angustia y desesperación, la vida, que es algo bellísimo, ha ido pasando por tu lado y no te has dado cuenta. Debes comenzar por realizar un trabajo profundo hacia tu interior, para que comiences a recuperar tus ganas de vivir”.

Así como Patricia, miles y miles de seres humanos alrededor del mundo viven sus vidas. Algunos llegan a tocar fondo, como en el caso de ella, pero otros en cambio viven engañados, aparentando estar bien, cuando en realidad sus vidas son unos completos infiernos.

El apego se nutre del miedo y estos miedos son el origen de todo el sufrimiento humano; debido a estos miedos, desarrollamos un sistema de autodefensa o negación persistente que nos lleva al autoengaño. Tenemos tanto miedo de ser heridos que bloqueamos la percepción de la realidad, sumiéndonos en la inconsciencia. Cuando permanecemos dormidos e inconscientes, estamos sufriendo y no podemos entender que en el amor no existen obligaciones ni expectativas, mientras que en el miedo todo se basa en ellas.

Cuando aceptamos el apego en nuestras vidas, depositamos la felicidad en el exterior y en manos de los demás. Ya no depende de nosotros ser felices y empezamos a vivir condicionados. Entonces, nuestras vidas dan un vuelco total porque ya no van a estar basadas en el ser, sino en el tener; inconsciente y temerosamente estaremos siempre buscando la aprobación de los demás y no seremos felices si no tenemos todo lo que deseamos o si perdemos lo que ya habíamos conseguido. Es decir, cerramos las puertas de nuestro paraíso y abrimos las puertas del verdadero infierno.

Por eso hoy si estás sufriendo, no estás conforme o sientes un gran vacío en tu interior, revisa bien si estás dejando de ser lo que eres, dejando de hacer lo que te gusta hacer o sacrificándote, por complacer a quien quizás no es feliz consigo mismo.

Apartes del libro Te amo… pero soy feliz sin ti, escrito por Jaime Jaramillo “Papá Jaime”.

Author Signature
Redacción Minuto30

Lo que leas hoy en Minuto30... Mañana será noticia.

  • Compartir:
  • Comentarios

  • Anuncio