En el año de 1995, Carl Sagan publicó junto a su esposa, Ann Druyan, el famoso libro: El mundo y sus demonios, la ciencia como una luz en la oscuridad. En este brillante recorrido sobre la ciencia, Sagan logra proponernos una serie de reflexiones acerca del profundo mar de conocimientos que ha llevado a la ciencia a su momento estelar, no exento de oscuridades, tensiones, dramas que rodean la historia de los científicos, sus contextos sociales y los desafíos que enfrentaron en el marco de los conflictos políticos, económicos, sociales y militares, en especial, los que acontecieron el convulso siglo XX.

Sagan, en el capítulo 16 del libro, titulado “Cuando los científicos conocen el pecado”, retrata un acontecimiento que  hoy se ha hecho nuevamente famoso gracias al cine: el desarrollo de la bomba nuclear, sus antecedentes, la Segunda Guerra Mundial en las vísperas de su final, la competencia por el poder hegemónico del mundo entre potencias que ya estaban disputando el control de las naciones, el papel de la ciencia y la tecnología para  la consecución de estos fines y los científicos como los genios determinantes de la nueva realidad de la historia a partir de sus descubrimientos físicos y químicos.

¿Puede ser la ciencia y los científicos determinantes del destino de la humanidad?, Sagan responde afirmativamente: nadie está exento de la responsabilidad de los fines para los cuales los científicos proporcionan unos medios, mucho menos, si sabe a ciencia cierta, para quiénes son fabricados y quienes financian sus investigaciones. Lejos de romantizar el papel de los científicos, el debate actual sobre los limites de la ciencia se ha reabierto de manera pública, a propósito de los criterios éticos que miden los desarrollos de esta, en un mundo en guerra como el que actualmente vivimos.

John Passmore escribe en el libro La ciencia y sus críticos: “Del mismo modo, cuando la aplicación tecnológica de los descubrimientos científicos es clara y obvia —como cuando un científico trabaja con gases nerviosos— no puede declarar que estas aplicaciones no «tienen nada que ver con él», basándose en que son fuerzas militares, no científicas, las que usan los gases para mutilar o matar. Eso es aún más obvio cuando el científico ofrece ayuda deliberada a un gobierno a cambio de financiación. Si un científico, o un filósofo, acepta fondos de un cuerpo como una oficina de investigación naval, les está engañando si sabe que su trabajo será inútil para ellos y debe aceptar parte de responsabilidad por el resultado si sabe que les será útil. Está sometido, como corresponde, a alabanzas o culpas en relación con cualquier innovación que salga de su trabajo.”

Ahora que el director de cine, Christopher Nolan, ha puesto en rodaje a nivel mundial la historia de J. Robert Oppenheimer, el científico que trabajó para el gobierno norteamericano durante el Proyecto Manhattan, que condujo al desarrollo de la bomba atómica durante el periodo final de la Segunda Guerra Mundial, hemos vuelto de nuevo a la mirada al pasado aun no superado por la humanidad: la posibilidad de un cataclismo nuclear y con ello la desaparición  de la faz de la tierra.

Es cierto que Oppenheimer fue el principal cerebro de la creación de la bomba atómica, dirigió el Proyecto Manhattan y presidió el Comité Asesor de la General de la Comisión de Energía Atómica de la postguerra, como también fue el principal opositor a los propósitos genocidas que cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki, lo cual le costó la rechazo del Presidente Harry S. Truman, al advertir con su lúgubre frase que: los científicos tenían las manos manchadas de sangre, que habían conocido el pecado.

Más allá de las buenas o mal intencionadas acciones de Oppenheimer, la película no está desprovista de una profunda advertencia sobre nuestro futuro inmediato: el orden mundial es más bien un desorden a punto de ingresar al caos del cual, quizás no podamos retornar vivos y a salvo. Cada que miramos al pasado estamos más cerca de repetirnos.

Aún están vivas las cicatrices emocionales, psicológicas, políticas, económicas, sociales y culturales que produjo la pandemia del COVID-19, no tenemos claridad si lo desatado en Wuhan, fue producto de una fuga incontrolable de un proceso de investigación secreto que salió a la luz pública por la incapacidad de tener a tiempo una forma de contrarrestar el virus, o que ello haya sido la inoculación de éste por cuenta de una guerra biológica de baja intensidad que se está ensayando en la tibia y continuada guerra fría entre potencias,  o sea también el desarrollo de una fuerte infección ambiental en el país que más emite toneladas de CO2 en el mundo y que se extendió a escala planetaria: China.

No obstante, los conflictos internacionales han continuado y sus desarrollos científicos tecnológicos hoy nos tienen en modalidades refinadas de asalto, destrucción masiva dirigida, ataques quirúrgicos de la alta precisión de objetivos que ahora la denominan la guerra de cuarta generación. La guerra ruso- ucraniana es la demostración de un escenario global en pequeña escala de lo que está en desarrollo en el gran complejo militar de las potencias: armamentismo modernizado digitalmente, capaz de alcanzar en pocas horas y a velocidades ultrasónicas, objetivos, sean estos, ciudades, centros de abastecimientos, redes de transporte, comunicaciones, armas y personas. Ciencia y tecnología nuevamente al servicio de los usos bélicos.

Aunque la película de Oppenhaimer es una historia del pasado reciente de la mitad del siglo XX, y pareciera que el tema del espionaje y los asesinatos de los científicos fuera una cuestión solamente de la guerra fría, todo ello sigue ocurriendo, en especial en la competencia de potencias y sus países aliados por el control de la energía y las armas atómicas y sus fuentes de producción, entre ellos el uranio.

Una muestra de ello es el asesinato de científicos iranies especializados en temas de energía atómica, los cuales entre el 2011 y el 2020, fueron víctimas de atentados con características parecidas.  Mohsen Fakhrizadeh, director del programa nuclear iraní fue asesinado en Teherán el 27 de noviembre de 2020. Dichos asesinatos los adjudica el gobierno iraní a Estados Unidos e Israel, quienes ven con preocupación el ascenso de Irán en el tema nuclear, en especial con aliados como Rusia y China, actuales protagonistas de un nuevo proyecto hegemónico mundial.

No es ciencia ficción, la película del siglo XXI se está rodando peligrosamente desde Europa, tal como empezó hace cerca de cien años atrás.

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Redacción Minuto30

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