La hundida del proyecto de reforma tributaria costó muertos, heridos y cuantiosos destrozos. Por cada día que Duque se demoró en tomar la decisión, hubo más zozobra y más pérdida de autoridad de una institucionalidad acostumbrada a menospreciar la fuerza de la gente para regodearse con la opulencia de los más pudientes incrustados, desde siempre, en la cúspide política y económica del país.

La cuenta de cobro por la gobernabilidad mellada llegará con las elecciones de 2022. Todas las ramas del poder público tropezaron entre sí, mientras a punta de movilización social miles de pobladores las colocaban contra la pared.

El aparato judicial representada en una juez de la república aportó su cuota de insensatez al intentar impedir, mediante una absurda tutela y pocas horas antes, el ejercicio del derecho ciudadano a la protesta vía movilización. Fue pasada por la faja.

El congreso pasó atolondrado durante todo el periodo de efervescencia social, sin ninguna capacidad de iniciativa. Y el ejecutivo metió las de cuatro con un proyecto anti histórico por el momento y la connotación de una iniciativa formulada mientras la pobreza, la miseria y la desigualdad, aceleradas por la pandemia, se acercaban a unos límites propios de un desastre sin referencias en los años recientes de Colombia.

El llamado a militarizar la inconformidad popular no trascendió las fronteras del palacio de Nariño por la renuencia, de los alcaldes de las principales ciudades capitales, a echarle más combustible al fuego desbordado.

El Presidente se quedó solo con su pecado a pesar de los intentos de su jefe, el expresidente, de tirarle salvavidas por doquier a manera de consejos que tampoco dieron en el blanco. Y es que el gran problema de ambos, Duque y su mentor con todo lo que representa y dirige, es su poca sintonía con lo que ocurre más allá del palacio de gobierno y fuera de las fincas.

La gente está mamada de las falsas promesas, de la pérdida constante de derechos y de ingresos, de la corrupción y de la indolencia de una elite política y económica que solo piensa en tragar más con la boca atragantada, mientras la calidad de vida de las mayorías pierde calidad.

Con ese escenario se le ocurre a Duque una reforma tributaria más empobrecedora e inequitativa.

Biden, presidente de EEUU, se ha encargado de contrastar las respuestas de su gobierno en medio de la pandemia, con las de presidentes como el nuestro. Allá la preocupación en función de la reactivación económica, es como estimular la demanda como el eslabón dinamizador de la actividad productiva, mediante la generación de empleos por obras de infraestructura con cargo al gasto público, sostener la capacidad de consumo de los norteamericanos vía subsidios e incremento nunca antes visto del salario mínimo.

Recetas que se volvieron prototipo desde cuando en la década de los 30 Franklin Delano Roosevelt acercó a Jhon Keynes para que lo asesorara y salir de la gran crisis de la época. Biden anunció una reforma tributaria, pero para los más ricos o personas con ingresos superiores a los 400.000 dólares.

En Colombia la tónica fue la opuesta: restarle 20 billones principalmente a la clase media, que dejaría de consumir, de demandar, de gastar, en medio de una recesión económica, al tiempo que la pandemia hace retroceder la muy precaria movilidad social nuestra.

Con Biden se reivindica la pertinencia del político decente, curtido por el sol de tanto trasegar entre la gente, con los pies sobre la tierra, a diferencia de algunos tecnócratas entre los cuales se incluye Duque y buena parte de su equipo, cuyo contacto con la realidad solo es dada por RCN y la revista Semana.

La opinión del autor de este espacio no compromete la línea editorial de Minuto30.com

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Redacción Minuto30

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