“La vida engaña a todos, salvo a aquel que no la cuestiona, y sin exigirle nada, acepta sosegadamente sus escasos regalos”

 Iván Turguénev.

 

Podrá no haber ciudades, pero siempre habrá barrios. Hay quienes pasan toda una vida buscando tener aquello con lo que otros nacen. ¿Injusticias que se enraízan en las entrañas de la vida?

El primer rayo del sol entra por la pupila de un gato acostado en un techo cubierto de zinc; con un movimiento sigiloso perpetrado de curiosa voluntad salta mientras bosteza, entra a una misteriosa casa y escucha ruidos tenebrosos que le hacen poner en alerta, se pregunta sutilmente qué tipo de animal provoca aquel sonido cobijado por ondas de dolor. Tras dar algunos pasos, observa dentro de la casa a un niño con estómago tembloroso, enterado queda del sismo de la tristeza, aquel ruido tenebroso provenía de un hambriento estómago.

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– No es para tanto – , pensó el gato, surgiendo aquel pensamiento gracias a la fuerza de la costumbre, quien también manifestó el deseo de saciar en los barrios de papel no sólo el hambre sino la gigantesca necesidad del saber: “¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: ‘amor, amor’, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. (Federico García Lorca – Discurso al inaugurar biblioteca de su pueblo en 1931).

Desde lo alto un ave observa, abrazando con sus patas un viejo cable de luz. Tiene una mirada compasiva, ¿cuántas historias guarda bajo su valentía al desafiar el viento?; tras su ala cuelgan un par de zapatos rotos, viejos, con su alma ya desgastada, se pregunta al instante si dejaron de ser zapatos ¿acaso a ellos los hacen los pies?, ¿a las cosas las hace quien las observa?

O, por el contrario, ¿todo y todos han de ser lo que son con sublime indiferencia a quien las observa?

Se sabe muy bien lo que se dice pero nunca lo que los demás escuchan.

Para el ave aquellos zapatos en el cable de un poste eran el fin de un camino, para el fotógrafo el plano ideal para denotar la melancolía de la esquina de un barrio, para las personas eran cenizas con cordones de un ser que había llegado al ocaso de su respirar; cables que son el cementerio elevado de un barrio.

Mientras tanto, unos pequeños ojos observan con lentitud un viejo reloj que cuelga de una pared, ojos separados de un amor que nunca recibieron, ¿cómo separarse de lo que nunca se tuvo? He ahí la gran diferencia entre la tristeza y la nostalgia, aquella última marchita hasta lo más profundo del ser, pues hasta el recuerdo de lo agradable pesa en el presente de quienes ven el futuro en tan solo dos metros cuadrados.

La aguja del reloj se aproxima a la hora, aquella en la que dos sombras emprenden una danza diabólica, los pequeños ojos se resguardan bajo un cajón de madera carcomido por hormigas. Una de las sombras abre la puerta de aquella casa e intercambia la música por gritos incansables en contra de una sombra más tenue, grisácea, más noble y débil.

Los pequeños ojos sólo pueden observar el cotidiano movimiento de una sombra que golpea a la otra, adentrándose en ella como el reflejo de la luna en la superficie del mar a altas horas de la noche, adornando de luz la superficie de una maldita profundidad emocional.

Los pequeños ojos se desvanecen en medio de la nostalgia:

El gozo que le inunda requiere oscuridad. Esa oscuridad es pura, limpia, sin imágenes ni visiones, esa oscuridad no tiene final, no tiene fronteras, esa oscuridad es el infinito que cada uno de nosotros lleva dentro de sí. ¡En efecto, quien busque el infinito, que cierre los ojos! (Kundera, M. 1984. La Insoportable levedad del ser).

En los barrios la solidaridad se ha convertido en ley, son el refugio de almas sencillas; con estrechas esquinas vigiladas por la Virgen María, con muebles para la comodidad de la pobreza, esquinas que se ocultan de los besos del sol, con calles que inhalan tristezas y exhalan historias.

En la oscuridad total no se puede ver, tampoco donde la luz es demasiado fuerte, un barrio de papel, escrito desde la mitad, un barrio de templanza y bonanza.

Su historia se narra en pedazos de papel, un barrio sumergido en una belleza no intencional. Por el oriente nacen los sueños, en el occidente desaparecen, sueños con fecha de vencimiento.

Los barrios de papel son testigos de un viejo amor entre las nubes y las montañas; un amor tan profundo que pareciese necesidad. Las nubes las acarician día tras día, cuando están de mal humor las invade un tono gris y lloran sobre las montañas, es así como las sutiles caricias transitan a un estado de tinte salvaje que plasma cicatrices. Tras esto lloran también las montañas, las invade un llanto pesado, de tono café, lágrimas que llevan árboles, techos, animales y cálidas vidas que se apagan, dejando ángeles no de nieve sino de un cruel pantano.

No todas las historias merecen ser vividas.

En el Barrio de papel las paredes son el lienzo y las místicas carcajadas de niños sonrientes ambientan a artistas que entre más pasan los días más bajan la mirada y pierden de vista el horizonte.

En el barrio de papel cada persona escribe su historia, existe un “archivo compartido”, tan estrechas las calles y cercanas las paredes que los destinos se cruzan. He de aquel escritor en pañales, del escritor con bastón, aquel que escribe de corbata y quien escribe con plumas que botan humo.

Otros mientras escriben tachan sus oraciones con gotas de lágrimas y hay quienes al escribir con tanto esfuerzo borran su historia con gotas de sudor.

Y es que los sueños nacen en todos, pero sólo permanecen en corazones valientes y mentes inquietas.

De las tragedias sociales que traen consigo los barrios de papel hay que escaparse, “desencadenarse, a riesgo de la soledad, de la falta de comprensión, salir de esa extraña y monótona esclavitud de cada día, darle a cada día su propio afán, también su propia sonrisa, color y aroma” (poeta español Antonio Gala).

En los barrios de papel si no se sabe escribir se aprende a formar aviones, barcos y animales. Existe una identidad local pero la homogeneidad no es común en aquellas esquinas.

Entre más pobre más arriba se vive, más cerca al cielo y su benevolencia, pareciese que entre menos se tiene más se necesita de Dios. La esperanza es el motor de la vida.

En los barrios de papel se convierten las desgracias en motivos, en chispas para encender la luz de la voluntad; los viejos escalones en esquinas son pequeños paraísos, y sublimes manjares se conceden en pequeñas carpas resistentes al agua, la desigualdad y la injusticia social.

Podrá no haber ciudades, pero siempre habrá barrios:

mientras se sienta que se ríe el alma sin que los labios rían; mientras se llora sin que el llanto acuda a nublar la pupila; mientras el corazón y la cabeza batallando prosigan; mientras haya esperanzas y recuerdos, mientras haya unos ojos que reflejen los ojos que los miran(Bécquer, A. 1871. Rima IV).

Vivir en el barrio es vivir en la utopía, porque ella “está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar (Eduardo Galeano – inspirado en el cineasta Fernando Birri).

El ADN de los barrios debe ser el hambre de libertad, pues esta la necesita el alma como el cuerpo a la respiración. No estructurados con personas que vivan en felicidad sino en armonía, dado que es compatible con la fuerza y la rebeldía hacia el interior.

En un barrio de papel pueden escribirse historias fascinantes, con la gran aventura de haber vivido con honor: basta una caricia del aire para que se desprenda del árbol el fruto ya maduro.

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Redacción Minuto30

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