Los farsantes


Un político es un farsante cuando es apenas un personaje creado por sus publicistas de campaña. Cuando tiene las mismas características formales de un detergente o una hamburguesa. Hecho para que guste a la masa, a unos consumidores que aspiran a limpiar con su elección la mancha de viejos errores o alimentar (y engordar) de manera rápida su fanatismo o ignorancia política.

Estos candidatos en campaña son fáciles de identificar porque son vacuos, retóricos y astutos populistas que excretan sin pausa mensajes pueriles para agradar al consumidor, siempre desprevenido o adicto a las propuestas obvias y prestos a aquellos mensajes que no desafían sus creencias o desestructuran sus prejuicios.

Gana la farsa porque las campañas que deberían servir como espacio y ejercicio de la franqueza, de una búsqueda genuina y colectiva, se han convertido en una cloaca de estafas y mentiras elaboradas para lograr solo un escaño en el poder.

El candidato construido por los estrategas políticos se convierte en el medio de la engañifa y el actor de un melodrama cuyo final la gente conoce muy bien: el desengaño y la decepción. Sin embargo, tanto el que engaña y como el engañado comparten en tal carnaval de máscaras y burlas ese lapso de desafuero y comedia, imbuidos acaso, en la promesa de que las cosas pueden ser diferentes.

El candidato farsante, ese que es puro invento de papel y cartón, suele presentarse como cosa única, excepcional y diferente. Sus asesores, como si estructuraran un Frankenstein, pegan sus diversas partes para complacer a la masa votante valiéndose de sondeos, encuestas o megadatos (big data, le dicen al político pelele para cautivarlo), que es una herramienta eficaz con la que cuentan esos encantadores modernos para vender sus estrambóticos actos de circo de pueblo en pueblo: un candidato para un público cándido.

De este laboratorio salen las muecas de unos y la abrazadera de otros (para conquistar con lenguaje no verbal de confianza pública a la masa desprevenida). El pelo revuelto de aquel y los rizos anacrónicos de este (para ocultar con rasgos primarios de simpatía e informalidad la locura que delatan sus ojos y sus expedientes judiciales). También otros asuntos formales: como que este candidato, para mostrar que es el humanista de la carpa circense, hable pausado con una biblioteca de fondo; y aquel que es el ejecutor y trabaja para garantizar el éxito, aparezca con las mangas recogidas, a pesar de sus manos de manicura.

Tramoya pura. Patraña que al final quedará al descubierto, porque, como lo dijo Cervantes en El Quijote para explicar que un imbécil jamás podrá fingir inteligencia: “nunca los cetros y coronas de los emperadores farsantes fueron de oro puro, sino de oropel y de hoja lata”.

Sin embargo, el fraude y la mentira siempre serán promontorio en tiempos de campaña. Y todo porque prevalece siempre el manual de Maquiavelo detallado de modo apologético en su obra El Príncipe o en su comedia La Mandrágora, en las que declara la necesidad de construir discursos virtuosos y envolver con ilusiones a los farsantes para dar valor a sus discursos y afirmaciones.

Ahora cuando la cuenta de precandidatos presidenciales en este país llega a la insoportable cantidad de treinta es fácil desenmascarar a estos farsantes logrados en el laboratorio de los publicitas políticos, por quienes dicho sea de paso no profeso animadversión pero sí reparos como creadores mediocres de personajes burdos (¡y peligrosos!) de ficción.

Basta una mirada rápida a la Historia para detectar a los políticos farsantes, desde el sanguinario Calígula (el mismo que indujo al suicidio a Séneca), pasando por los llamados Padres Fundadores de los Estados Unidos, quienes defendían la libertad en el pergamino pero esclavizaban en sus haciendas.

Debe ser por eso que se afirma que la política es tragedia también. Los farsantes están a la orden del día. No descansan, por eso los votantes no pueden ser meros asistentes a un espectáculo para el que compran dócilmente cada cuatro años su entrada, pues al final del acto, su presente y su futuro (esa palabra tan manoseada por tanto embaucador) quedarán signados.


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