Opinión

Petro, entre la mentira y el fracaso

Gustavo Petro no llegó a la Casa de Nariño por casualidad, sino por desgracia y desmedro de Colombia. Durante más de dos décadas construyó una figura basada en la denuncia, el antagonismo y la victimización política. Se posicionó como el eterno rebelde, el adalid de los marginados, el “intelectual” insurgente que había visto la podredumbre del sistema desde adentro y venía a erradicarla. Pero una vez en el poder, el mito se enfrentó a la realidad. Y perdió: el “rebelde” demostró ser un servil cobarde de oscuros intereses; y el “intelectual” no fue más que un potencial bruto disfrazado.

Salió a flote el pirata, llamado Gustavo Petro, un mal sujeto como cual objeto obsoleto. Un paquete chino, he dicho yo.

¿La realidad? Hoy, el presidente de Colombia no representa el cambio, sino la confirmación de que la extrema izquierda es mediocre, mentirosa, corrupta, arrogante e inepta. Petro ha demostrado que denunciar es fácil, pero gobernar es otra cosa. Su presidencia no solo ha fracasado en resultados; ha sido un desastre ético, técnico y político. Lo que él llama “transformación” ha sido, en la práctica, una demolición sistemática del Estado, del diálogo, de la confianza institucional y de cualquier posibilidad real de cambio.

Prometió transparencia y nos dio oscurantismo. Prometió eficiencia y nos tiene en una burocracia paralizada por el dogma. Prometió paz y ha dejado más territorios en manos de sus homólogos: mafiosos, disidentes y peligrosos criminales. El mito se ha podrido, y el hedor de su fracaso ya es inocultable. Petro en Colombia solo ha hecho méritos para justificar su futuro exilio: irse de Colombia es lo mejor que le queda una vez finalizada su repudiable y maloliente presidencia.

Le vendió al país una épica de redención moral, pero su gobierno no ha sido más que una tragicomedia de egos desbordados, improvisación y alianzas con los mismos clanes políticos y narcoterroristas que juraba combatir.

¿Cuál será el legado de Petro? El de una administración que confundió transparencia con corrupción, militancia con gobernanza, ideología con gestión, y redes sociales con política pública. Una vergüenza.

Y mientras el país se hunde en la inseguridad, el desempleo y la frustración social, Petro juega a ser profeta. No gobierna: predica. No argumenta: sentencia. No negocia: impone. Su visión binaria del mundo —el pueblo bueno contra las “élites malvadas”— ha convertido la presidencia en una tribuna constante de polarización. Cada crítica es una conspiración. Cada obstáculo, una traición. Cada desacuerdo, un intento de golpe blando. Un patético de tiempo completo.

Este tipo de liderazgo, emulo del caudillismo cantinflesco- autoritario y contrario a una democracia madura, ha sido devastador para el país. Petro no escucha, no aprende, no rectifica, es un torpe en desarrollo. Confunde la resistencia con virtud y el aislamiento con valentía. Pero la verdad es otra: está solo porque ha dinamitado todos los puentes. No porque lo persigan, sino porque él mismo ha expulsado toda posibilidad de diálogo o construcción colectiva. Ni su familia desea permanecer a su lado porque es el típico (no atípico) tipo al que las personas sensatas quieren lejos. Mírese bien quien lo rodea: su máximo escudero es un mamarracho de apellido Saade. Un ser humano tan risible como deleznable.

Académicamente hablando, su modelo de gobierno es un caso de estudio de cómo el poder puede degenerar cuando se construye desde la megalomanía y no desde la solvencia institucional. Periodísticamente, es una fuente constante de escándalos, contradicciones, amenazas y giros irresponsables que erosionan la credibilidad del Estado. Literariamente, su figura ya se asemeja a la del personaje trágico que, cegado por su propio reflejo, termina devorado por las consecuencias de sus delirios.

Gustavo Petro fue una promesa. Una oportunidad —quizá la última en mucho tiempo— para que la izquierda democrática mostrara que podía gobernar con seriedad y resultados. Pero ha desperdiciado esa oportunidad con una mezcla letal de narcisismo, dogmatismo y torpeza.

Hoy, su gobierno se sostiene en la propaganda, la polarización y un discurso cada vez más paranoico. Pero ni el relato más elaborado puede ocultar el deterioro del país real. El mito de Petro ha muerto. Lo que queda es un presidente fracasado, encerrado en su torre de arrogancia, hablándole solo a sus serviles mientras el país se desgasta entre la decepción y la impotencia.

Y cuando caiga el telón de esta presidencia, no quedará la imagen de un estadista transformador, sino la de un líder que tuvo todo para hacer historia pero prefirió convertirse en caricatura.

Adenda: la vida privada del presidente Petro es supremamente azarosa y en el marco de lo expuesto en los chats, existen elementos de sobra para adelantarle un juicio político por indignidad.

@JuanDaEscobarC

 

2025-08-11

Minuto30.com
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