¿Cuántos falsos devotos caben en una Iglesia?

A pocos días de volver a vivir una Semana Santa más de reconocimiento y reflexión, me permito disentir del fervor religioso que suele inundar las calles y templos. No me malinterpreten, no pretendo ofender a los creyentes, pero sí cuestionar la hipocresía que a menudo se disfraza de piedad.

La fe, no se mide en rosarios ni en sermones dominicales. La verdadera devoción se manifiesta en la vida cotidiana, en la forma en que tratamos a nuestros semejantes, en la compasión que mostramos ante el sufrimiento ajeno. De nada sirve levantar las manos al cielo si al salir del templo nos dedicamos a criticar, juzgar y condenar a quienes piensan diferente.

¿De qué sirve recitar versículos bíblicos si nuestro corazón está lleno de envidia, resentimiento y orgullo? ¿Acaso creen que Dios se deja engañar por las apariencias? La verdadera fe no reside en la ostentación, sino en la humildad, la honestidad y la empatía.

No me malinterpreten, no niego la importancia de la oración y la reflexión. Pero no confundamos la religiosidad con la espiritualidad. La primera es un conjunto de ritos y tradiciones, la segunda es una conexión personal con lo trascendente, una búsqueda interior de sentido y propósito.

En lugar de preocuparnos por cumplir con los preceptos religiosos, deberíamos enfocarnos en cultivar las virtudes que nos hacen mejores personas: la tolerancia, la paciencia, la generosidad… Deberíamos aprender a amar al prójimo como a nosotros mismos, sin importar su origen, religión o condición social.

La Semana Santa no debería ser solo una excusa para el reconocimiento y la oración, sino también una oportunidad para la reflexión y el cambio. Que estos días nos sirvan para cuestionar nuestras propias, para reconocer nuestras faltas y para comprometernos a ser mejores personas.

Recordemos que la verdadera fe no se demuestra en los templos, sino en las calles, en los hogares, en los lugares de trabajo. No se trata de cuantas veces vamos a misa, sino de cómo vivimos nuestra vida. No se trata de cuánto rezamos, sino de cuánto amamos.

En lugar de juzgar a los demás, deberíamos examinarnos a nosotros mismos. En lugar de condenar, deberíamos perdonar. En lugar de odiar, deberíamos amar. Porque al final, lo único que importa es el amor que dejamos en el mundo.

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