Las damas del Totumo
Antes de que el hospital de Uramita se levantara donde está hoy, existía una zona que todo el mundo conocía, aunque pocos se atrevían a nombrar en voz alta: la zona de tolerancia. Era un sector que quedaba justo al frente de donde hoy está el hospital, y que se conocía con el nombre de El Totumo.
Allí trabajaban varias mujeres que formaban parte de la vida nocturna del pueblo. Las conocíamos por sus apodos, algunos de los cuales aún resuenan en la memoria colectiva: La Colimocha, La Tres Pelos, La 21, y La Machorrucio. Cada una con su historia, con sus modos, con sus pinturas cargadas y ropas llamativas. Eran parte del paisaje humano del pueblo.
Los campesinos que bajaban del monte, y algunos hombres del pueblo, frecuentaban esa zona y a menudo se las llevaban a otro lugar llamado El Orejinegro, un punto de encuentro donde se vivían aventuras, se bailaban ritmos tropicales y finalmente terminaban en las residencias.
Hoy, muchas de esas mujeres viven en Uramita como ciudadanas honorables, con vidas tranquilas, lejos de lo que fueron sus noches en El Totumo. Y aunque algunos prefieran olvidarlo, ellas también hicieron parte del tejido social del pueblo, y su historia merece ser contada.
Las palmas de coco y el agua de Urabá
En el solar de nuestra casa había dos palmas de coco tradicionales, de esas altas, majestuosas, que dan cocos marrones, duros, con poca agua, pero de sabor intenso. Eran parte del paisaje familiar, como si hubieran estado allí desde siempre.
Pero un día, en uno de nuestros viajes a Urabá con mi papá, trajimos una semilla de coco diferente. Era un coco verde, redondo, de palma bajita, como las que crecen en las playas cálidas del golfo. Cuando esta palma empezó a dar frutos, fue una revolución para mí.
El sabor del agua de ese coco era una delicia tropical. En medio del calor de Uramita, especialmente después de correr, montar en bicicleta o jugar con los amigos, tomar esa agua fresca era simplemente el cielo en la tierra. De alguna manera, ese coco nos traía el mar a nuestra casa.
El gallinazo y sus manchas blancas
No todo en el solar eran cocos o sombra refrescante. También estaban ellos: los gallinazos. Esas grandes aves negras, carroñeras, feas para muchos, pero absolutamente comunes en nuestra infancia. En el pueblo abundaban, y en nuestro solar, más que en ningún otro lugar.
Los gallinazos dormían en las palmas y dejaban una mancha blanca gigante donde se posaban. A veces parecía que pintaban los árboles y los techos con su propio estilo.
Frente a mi casa, justo en la entrada del cementerio, hay una pequeña montaña. Allí, en una cueva, recuerdo que ellos criaban sus polluelos. Y una vez, en nuestra travesura infantil, les robamos sus crías. Terminamos teniendo un par de gallinazos domésticos. Eran blancos cuando eran pequeños, parecían inofensivos, y hacían parte de la fauna familiar junto con perros, gallinas y gatos.
El rifle: dianas, frutas y puntería
En esa misma época, el rifle de mi papá era uno de nuestros tesoros más preciados. No era un arma peligrosa, sino más bien una herramienta de puntería y juego. Con él, le tumbábamos los mangos a los árboles, le disparábamos a latas, a frutas, a pájaros, y —lamentablemente— también a los gallinazos.
Era una especie de juguete rudo, con el que aprendimos no solo a disparar, sino también a medir consecuencias. Hacíamos diana, practicábamos, nos creíamos cazadores. A veces con algo de inocencia, otras veces con exceso de travesura.
Ese rifle representa una época en la que el juego y la realidad se mezclaban, donde las herramientas de los adultos eran también parte de las aventuras infantiles.
Reflexión final
Uramita está hecho de historias que van desde las mujeres olvidadas del Totumo, hasta el frescor dulce de un coco traído de Urabá. Desde las alas negras de los gallinazos que manchaban techos y memorias, hasta el golpe seco del rifle que nos enseñó puntería y límites.
Este capítulo no es solo un recuento de anécdotas; es también una postal de lo que fuimos: un pueblo que creció entre sombras, travesuras, calor, dignidades escondidas y alegrías simples. Un pueblo que guarda en su memoria las voces silenciadas, las palmas altas, los pájaros que vuelan lento y el agua dulce que alguna vez nos salvó del calor y del olvido.
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