El antropólogo forense Clyde Snow, un texano de sombrero Stetson a lo Indiana Jones, tenía una forma casi religiosa de analizar los huesos hallados en las fosas de genocidio que investigó alrededor del mundo.

Su método de prolongado silencio y examen minucioso de las piezas óseas que limpiaba con su escobilla, se fundaba en una certeza que era toda la finalidad de su oficio: los huesos debían hablar.

Siguiendo este propósito, sus manos examinaron los huesos del presidente John F. Kennedy; la momia del faraón Tutankamón en Egipto; las fosas comunes de Kosovo y el esqueleto del criminal nazi, Josef Mengele.

En todos estos casos, el profesor Snow logró su propósito de arrancarle la verdad a estos restos humanos sobre los crímenes y la identidad de tales desaparecidos.

La elocuencia de los huesos, gracias al juicio de su ciencia, quedó demostrado en 1984, cuando la democracia restaurada en la Argentina permitió la búsqueda minuciosa de los 30 mil desaparecidos que había dejado el último régimen militar de Videla, en un país sembrado de huesos a lo largo de 53 años de dictaduras, seis de naturaleza militar y que llevó al poder a catorce tiranos de uniforme oliva que se hicieron llamar “presidentes”.

Clyde Snow logró conformar el equipo de antropología forense, a cargo del cual dejó a un grupo de entusiastas científicos, médicos y arqueólogos que se enfrentaron a uno de los mayores horrores genocidas del mundo y se acostumbraron, de acuerdo a la enseñanza de Snow, a desenterrar cuerpos de día y a llorar de noche.

En 1985, las Abuelas de la Plaza de Mayo, encabezadas por Estela Carlotto, lograron que Clyde Snow volviera a la Argentina para declarar en el Juicio a las Juntas (militares) y hacer el seguimiento al equipo de antropología forense dentro de su descomunal pesquisa de identificar los restos de miles de desaparecidos que aún hoy no termina.

Al concluir su trabajo, Estela Carlotto le pidió al antropólogo el favor personal de acompañarla a La Plata, su ciudad natal, para exhumar los restos de su hija Laura, a quien había sepultado allí luego del secuestro y homicidio perpetrados por los matones de Videla.

Estela Carlotto, una maestra de bachillerato, había perdido a su esposo en el devastador duelo del asesinato de su hija Laura y se había retirado de la docencia para dedicar su vida entera a la búsqueda de los desaparecidos y a implementar en esta tarea los primeros estudios de ADN.

Snow no lo dudó y la mañana siguiente del 26 de abril de 1985 se encontraba con ella en el cementerio de La Plata ante los restos de su hija, en la misma actitud reverencial, apertrechado de sus escobillas y lupas, y con la misión inflexible de siempre: hacer que los huesos de Laura Carlotto hablaran.

Y lo logró. Al cabo de una hora, Snow tomó a Estela del brazo y le dijo que era abuela. Su prueba mayor eran las huellas en el hueso de la pelvis que solo el paso de un recién nacido deja a su madre. Aquel día, Estela confirmaría los rumores que muchos sobrevivientes habían traído de su hija, a quien vieron en los calabozos de tortura con un vientre de meses. Ese día, gracias a la elocuencia de los huesos de su hija, inició la búsqueda de su nieto.

El 5 de agosto de 2014, me encontraba en Buenos Aires haciendo una crónica para televisión sobre el caso de una colombiana que había sido condenada por narcotráfico. Por la noche, al llegar al hotel, vi en las noticias el final de 36 años de búsquedas de Estela Carlotto, y que había comenzado aquel lejano otoño cuando Snow le dijo que era abuela. Una campaña persistente, basada en pruebas de ADN que voluntariamente se practicaban las personas jóvenes en los laboratorios de la organización Abuelas de la Plaza de Mayo, permitió establecer que Guido, un joven músico de jazz, criado por una familia de campesinos adeptos a los dictadores militares, era su nieto.

Luis Fondebrider, parte de una segunda oleada de especialistas en buscar desaparecidos del equipo argentino de antropología forense creado por Clyde Snow, me recibió a la mitad de aquella semana inverosímil del reencuentro del nieto y su abuela. “Colombia, tu país, tiene en este sentido una inmensa labor. He colaborado con el instituto de medicina legal y otros forenses, hemos intercambiado experiencias en la búsqueda de desaparecidos, pero el trabajo es grande”.

Aunque pareciera un juicio desolador, era una sentencia muy realista fundada en sesenta años de conflictos partidistas, guerrilleros, narcotraficante y paramilitar que ha convertido al país en un vasto territorio de huesos, en un cementerio de 262.197 muertos que, de acuerdo al Centro de Memoria Histórica, dejó el conflicto armado en el país.

Pero de estos huesos nadie habla. Es notable que cuando se ataca la existencia de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), se está condenando también a estos huesos humanos al silencio porque sin confesión, ni procesos que permitan oír a los perpetradores de masacres y desapariciones, esos miles de restos aún enterrados en los cuatro puntos cardinales del país, se quedarán en el más oscuro silencio.

Nadie habla de los huesos, digo, porque a quién le importan esos depósitos repletos con estas evidencias que existen en el país. A veces, toma décadas identificar un esqueleto de estos y, de este modo, abrir causas judiciales para hallar y condenar a los culpables de tales crímenes.

Pocas veces oímos reportes de los laboratorios de genética del Instituto de Medicina Legal, el CTI de la Fiscalía o la Dijín de la Policía. Por ejemplo, durante meses solicité al Instituto de Medicina Legal una entrevista para perfilar este relato que hoy entrego a ustedes, pero nunca me confirmaron la cita solicitada. Esto hace parte de nuestra impunidad nacional.

Los huesos hablan pero necesitan de Snows decididos a hacerlos hablar. Y esos Snows están representados en políticas de estado que apoyen el trabajo de las diferentes entidades responsables de la identificación de los huesos. Pero aquí, contrario a lo ocurrido en Argentina o en Chile, con las desapariciones durante el régimen de Augusto Pinochet, no pasa igual. En el cono sur, hubo gobiernos empeñados en la búsqueda de la verdad. Por eso sus huesos hablaron. Y siguen hablando.

En Colombia, con la cada vez más saboteada JEP —que se supone es la institución que el ciudadano debería defender para lograr la identificación de los desaparecidos— se retrocede, se vuelven tortuosos sus procesos al deslegitimarla, hasta el punto, creo yo, de poner a esta institución también al borde de la desaparición. Todo en un país que como Katyn, en Polonia; Kosovo, en Yuloslavia y muchos más campos de genocidio es —duélanos o no— una vastísima tierra de huesos.

Periodista y escritor
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Redacción Minuto30

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