La última ficha de este dominó de escándalos que involucran al rey emérito, Juan Carlos I de Borbón, parece que está próxima a caer. El ruido desatado por sus continuos escándalos con su amante germano-danesa, Corinna Larsen, y su nefasta cacería de elefantes a cincuenta mil dólares la pieza, en Botsuana, era el preámbulo del escándalo mayor.

Que el rey de la restauración de la monarquía, que el muchachito cuyo destino fue endosado por un padre sin trono a un dictador que regía con los poderes plenos de los monarcas del medioevo, que este Borbón anciano ya, de bastón y andar titubeante, había recibido coimas por cien millones de dólares de parte de Arabia Saudita en 2008, era una desvergüenza que no solo colmó la paciencia de los españoles sino que opacaba su papel político que permitió sacar a España de un periodo sanguinario y oscurantista.

Parece que los últimos diez años de la vida de este Borbón sintetizan el desenfreno que su misión monárquica le negó, pues como ningún rey de la antigüedad la existencia de Juan Carlos I fue entregada a un fin político de hierro que lo condenó, primero, a ser posesión de las ambiciones reales de Juan de Borbón, su padre, y de un déspota oscuro como Francisco Franco.

Y, después, con la restauración de la corona a España, recibió uno de los mayores castigos que un ser humano en pleno ejercicio de sus derechos puede sufrir: su vida pasó a ser propiedad del estado. Una condena tantálica, pues era un rey cautivo de un estado que él mandaba pero no gobernaba.

Aquello no era nuevo para él. Toda su vida Juan Carlos I estuvo preso de su destino: ser un Borbón.

Este rey de los españoles nació en el exilio, en la Europa de entreguerras. Y antes de los diez años, vivió en Roma, Lausana, Friburgo y Estoril, ciudades de cuatro países distintos en los cuales aprendió a hablar italiano, francés, alemán e inglés, pero ni una sola palabra de español.

Su abuelo, el monarca de Corte Constitucional, Alfonso XIII, acusado por sus detractores de ser el responsable de la guerra civil del treinta, tuvo que huir de España hacia Francia y luego Italia. Llegó a la vejez prematura a los cuarentaicinco años, agravada por la amargura silenciosa que causa ser un viudo del poder.

Los recuerdos de su abuelo, Alfonso XIII, marcaron su vida para siempre. Este abuelo, auténtico dandy en su automóvil Bugatti, se separó de su esposa y prima, Victoria Eugenia, quien al parecer no soportó sus infidelidades crónicas y lo abandonó por el duque de Lécera.

El “nonno” real se dedicó entonces a apacentar sus últimas bramas con dos amantes cubanas, una modelo y una vendedora de cigarrillos de un night club de la Miami Art Deco, para terminar viviendo sus últimos días en un hotel romano, bajo la égida de Mussolini, y después abdicar a favor de su hijo Juan de Borbón, Conde de Barcelona, un trono que para entonces era tan solo una ilusión.

Desde de que nació Juanito, su vida siempre sería posesión y moneda de cambio de otros. Su propio nombre, Juan Carlos I, es la síntesis de una baraja política que buscaba designarlo para tener tranquilos a todos: a los Carlistas—tradicionalistas que siempre buscaron la restauración de una monarquía sin parlamento—, a los Juanistas—constitucionales y aliados a muerte del errante Conde de Barcelona, Juan de Borbón, por quien el rey en exilio, Alfonso XIII, abdicó en un cuarto de hotel en Roma—y, por último, a Franco, quien compró el destino del pequeño desde los diez años, para educarlo a su antojo y forjar a su imagen y semejanza al último vástago real que llevaba el apellido Borbón, escogido por el dictador de entre otros patronímicos reales para dejar en sus manos una España medieval.

La vida del pequeño Juan Carlos es un largo y minucioso plan político. Su padre Juan de Borbón, el eterno pretendiente al trono, fue severo con él. En su pulso político con Franco para regresar a España convertido en el rey Juan III que nunca pudo ser, dejó íngrimo a Juanito en manos de los padres marianitas en Lausana, Suiza, y, después, en Friburgo, una ciudad gótica en el Bosque Negro de Alemania.

En todas estas reclusiones, sus mentores y educadores le impartieron una educación inflexible, auspiciada por la determinación de su padre de mantenerlo aislado, sin recibir llamadas de caridad ni siquiera de parte de su madre, María de las Mercedes de Borbón y Orleans. Los biógrafos como Paul Preston suelen afirmar que el Conde de Barcelona le decía a su consorte: “María, tienes que ayudarlo a que se endurezca”.

Y parece que eso mismo fue lo que hicieron el padre Julio Hoyos en el colegio de Ville Saint Jean, en Lausana, y Eugenio Vegas Latapié, en Estoril, Portugal. Ambos educadores, de figuras severas como personajes de El Greco, acostumbraban a abofetear al pequeño Juanito, sin comprender que tal vez su negligencia y rebeldía era su desquite por tanto abandono.

Así llegó a España, cuando Franco y Juan de Borbón acordaron después de diez años de forcejeos que el único camino por el que la monarquía recuperaría la corona era a través de este muchachito rubio, de ojos grises y con acento extranjero que nunca pudo vencer en su aprendizaje del español la dictadura que le impuso la pronunciación de la erre.

Había sido ofrecido como un cordero en holocausto. Y así aprendió a comportarse durante veintisiete años, haciendo lo que mandaba el convenio entre la casa de los Borbones y el régimen franquista; validando el mensaje de Franco ante los Aliados vencedores en la Segunda Guerra Mundial de que su régimen—que había apoyado a Hitler—ahora no tenía nada que ver con semejante criminal; un Juan Carlos de Borbón, espigado y ausente, congraciándose con Franco, acompañándolo como una figura decorativa a ferias ganaderas y equinas, o a dar largadas de circuitos automovilísticos, siempre condescendiente, siempre a su sombra. Hasta los 37 años de edad, cuando fue proclamado un 22 de noviembre de 1975 rey de España.

El trabajo estaba hecho. Había logrado lo que parecía un imposible en pleno siglo XX, cuando los regímenes monárquicos parecían un asunto superado. No en vano, él mismo lo confesaría a la prensa en varias entrevistas: “en casa de los Borbones ser rey es un oficio”, dijo.

Sin embargo, su logro descomunal no parecía llenarlo de satisfacción al menos en público, pues algo en su cara—desde que despidió a un Franco envejecido en el balcón del Palacio de Oriente ante la muchedumbre fascista—reflejaba todo el tedio que lo embargaba. Tenía un hastío estructural, como si estuviese en una fiesta que nada tiene que ver con él.

La verdad era que durante casi tres décadas gozó del desprecio de sus futuros súbditos. Desde los falangistas hasta los estudiantes de izquierda que se burlaban de que el régimen le hubiese diseñado escuelas y pensum a la medida de su futuro. Un día, siendo rey, uno de sus amigos, Santiago Carillo, reveló que el monarca le había confesado: “estuve veinte años haciendo el idiota, cosa que no es fácil”.

Para mí, que tuve la oportunidad de verlo y estrechar su mano de gigante en el Palacio de Madrid, en calidad de periodista, ese rasgo imborrable de su rostro es apenas la señal del hombre que ha tenido que sobrellevarse a sí mismo sin pertenecerse.

Fue una tarde en que asistimos a una audiencia quienes cubríamos la Ruta Quétzal por todos los países de habla castellana. En el riguroso besamanos, no solo pude oír la voz estentórea del monarca, de impecable traje gris al lado de la reina Sofía, sino ver al mismo hombre desamparado de este relato con la mirada más triste del mundo.

Al revisar la prensa española de los últimos días, encuentro una afirmación unánime: Juan Carlos I fue un hombre que se ganó su destino. No faltan las razones para creerlo, al rememorar varios episodios. El mayor: la intentona golpista de los militares que llevó al rey a defender el orden constitucional.

Aquel 23 de febrero de 1981, Juan Carlos I apostó por la vía correcta y conjuró para siempre la impopularidad que padeció durante los primeros seis años de su reinado. Después, con la entrada del país en la Comunidad Económica Europea, consolidó un logro silencioso pero no por eso menos importante: convertir la España medieval de Franco en un estado moderno. Pero en lo personal, Juan Carlos I sentó las bases del rey soberbio, ambicioso y cascarrabias que sería en lo sucesivo.

Sus aciertos le devolvieron, tal vez, parte del destino que el cálculo político de su padre y el dictador, Francisco Franco, le arrebataron. Por eso ahora, en medio del huracán de su último escándalo por corrupción—que obligó a su hijo, el rey Felipe VI, a rechazar cualquier herencia que pueda dejarle el rey emérito—este hombre octogenario, desprestigiado y lisiado de su cadera, decide dejar el país en el que fue prisionero setentaidós años.

Durante una semana nadie supo hacia dónde se había ido. Tanto solo ahora, sábado 8 de agosto, se supo que está con sus “amigos” de los Emiratos Árabes. El descenso del monarca jubilado de ese avión marcado con una extraña divisa aérea en Abu Dabi, es también, sin ninguna duda, el descenso de la monarquía de España.

Periodista y escritor
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Redacción Minuto30

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