Los días avanzan tan parecidos entre sí que por momentos me engañan y me hacen sentir que cabalgo en un bucle de mañanas fotocopiadas que se reinicia con cada despertar. Es lo que tienen las pandemias, relativizan el tiempo, se burlan de él y ningunean el calendario hasta diluirlo en la parsimonia y el mutismo. Lunes o jueves, mañana o noche, con los relojes detenidos esas convenciones temporales dan igual. Uno a uno, los capítulos de las series de Netflix se van consumiendo como efímeros fusibles, mientras afuera las ventanas de todo el vecindario se han metamorfoseado en cientos de pantallas de televisión gigantescas que desde muy temprano y hasta muy tarde transmiten el reality show de la vida de todos los demás, y tú, sin sospecharlo, te conviertes en el protagonista del tuyo propio.

Por las avenidas pasean silenciosas las añoranzas del ayer, evocando los recuerdos de un mundo que era más sencillo y en el que respirábamos sin miedo, ese mundo que ahora luce tan ajeno como lejano, y en el que la vida navegaba sin censura en cada esquina del barrio. Hoy la calle se inunda de miradas extraviadas que desde el blindaje sanitario de los balcones, cuales atalayas, escrutan sus adoquines entre la particular familiaridad con la que se reconoce a un extraño con quien alguna vez se soñó o se compartió cualquier instante durante una reencarnación pasada. Acorralados y aislados, con los ojos puestos en el futuro incierto, pero la mente anclada en el pasado degradé, comprendemos fuera de tempo lo felices que éramos.

Pero la humanidad es resiliente y el hombre innatamente terco, desde siempre tranzado en aquella lucha eterna contra las fuerzas de la naturaleza, encarándolas, desafiándolas, sometiéndolas, y por esa misma necesidad imperiosa de llevarle la contraria a los augurios de su propia extinción es que prevalecerá una vez más. Cada nuevo amanecer perdido entre la pastosidad mustia del confinamiento nos acerca más y más a aquella primera mañana, a aquel día después en el que los tenues rayos del alba disiparán a los fantasmas y harán retroceder a las pesadillas hasta los rincones ilocalizables de nuestra ansiedad desbocada. Habremos comprendido de primera mano la fragilidad congénita que implica el estar vivo y nos arroparemos con la fraternidad que trae consigo el sabernos colectivamente vulnerables.

Las calles no serán más zonas de guerra y la ciudad despertará de su letargo, correrán ríos de cerveza para celebrar a los sobrevivientes y homenajear a los caídos, disfrutaremos la belleza de las pequeñas cosas que integran la cotidianidad, la misma que antes subestimamos dándola por sentada y que hoy echamos de menos, como si de un néctar que nos transporta a una época anterior libre de temores se tratara. Volverán los abrazos sin distancia de seguridad, las risas sin tapabocas, los helados en el parque y cesará la horrible noche, y al final, cuando la bruma del virus se evapore, seremos una sociedad distinta, y con algo de suerte, mejor que la que se resguardó en sus casas esperando que pasara el aluvión.

@FuadChacon

Author Signature
Redacción Minuto30

Lo que leas hoy en Minuto30... Mañana será noticia.

  • Compartir:
  • Comentarios

  • Anuncio