Hace un siglo el estado colombiano era propiedad de comerciantes. No había muchos de estos millonarios quienes, gracias al país rural de entonces, amasaban grandes fortunas cimentadas en la tierra. Para empezar recuerdo dos, que fueron entonces los dueños del país: Coroliano Amador y José María Sierra. Antioqueños los dos.

Éste último terrateniente, a quien llamaban Pepe Sierra, tenía un instinto tan desarrollado por la propiedad raíz que sus biógrafos se lo atribuyen al principio campesino que orientó su olfato contante y sonante: “la tierra no se pudre”, dicen que decía.

Por su parte, El Burro de Oro, como se conoció a Coroliano Amador, fue dueño de minas de oro, en Antioquia y en los inmensos caminos de Nóvita, Chocó, y llegó a tener su propio billete estampado con su efigie en un tiempo en que era, junto a José María Sierra, el mayor prestamista del estado. Los dos—y tal vez por ahí algunos Lasernas, Ospinas y Holguines—eran dueños del fisco nacional al percibir seguras y jugosas rentas por los alambiques del aguardiente, el ganado y las curtiembres.

En la presidencia de esa finca-estado que era Colombia se sentaron prelados de la política con apellidos largos y rutilantes, que eran delfines del poder y que, a su vez, dejarían vástagos en una perpetua sucesión presidencial. Casi todos tenían dos funciones, a todas luces viciosas: rematar monopolios estatales (como los alambiques de aguardiente) para percibir recursos de fortunas particulares (como las de Amador y Sierra), y financiar y administrar las guerras que ellos se inventaron para permanecer en el poder.

Esto lo digo y lo recuerdo porque hoy la política colombiana—como si el tiempo regresara igual que lo percibió Úrsula Iguarán en Cien años de soledad — vuelve a estar en peligro por cuenta de estos negociantes, comerciantes y magnates—llámelos como quiera porque piensan igual—que regresan para adueñarse del ejercicio de la política porque ejercerla es costosa y requiere grandes fortunas, idénticas a las de Sierra y Amador.

En Colombia, lastimosamente, la política no la hace el que la necesita sino el que puede costearla.

Ha sido tan costosa esa política en el país, que las familias aristocráticas que la ejercieron pasaron de necesitar las fortunas de terratenientes a las de los industriales; de los industriales a las de los banqueros; de los banqueros a las de la mafia. Y el costo, como contraprestación a tales financiaciones, aún los colombianos lo seguimos pagando en este inmenso fangal de violencia, pobreza y atraso institucional.

El costoso sistema político colombiano—que privilegia la empresa electoral y sus gamonales—ha engendrado a lo largo de la historia a portentosos patrocinadores, que luego de financiar campañas se vuelven intermediaros del poder; se convierten en beneficiarios insaciables de los que ya tenemos noticias ingratas. Hechos desastrosos que han socavado la democracia y sus instituciones. Multinacionales contratistas como Odebrecht que patrocinando (¡y sobornando!) campañas alrededor del mundo se hicieron a multimillonarios contratos de obras civiles y, después, siguieron sobornando para continuar usufructuando estas granjerías de mafia y corrupción.

Y qué decir de aquellos banqueros patrocinadores de campañas, quienes después recuperan su inversión a través de sus holdings, con jugosos contratos que suscriben con el estado para realizar obras civiles, muchas de las cuales terminan desplomándose o costando a los ciudadanos tres y cuatro veces más del valor real. Volvemos a ser propiedad de los nuevos Pepes Sierras y Corolianos Amadores, como en el tiempo circular de Úrsula Iguarán y su estirpe sin una segunda oportunidad sobre la tierra.

El caso es que ahora, como si estos negociantes estuviesen hastiados de ser financiadores e intermediarios de los últimos delfines de la clase política aristocrática y, recientemente, de esa otra clase emergente regional, se han lanzado sin freno en pos del poder político en primera persona. Pongamos un solo ejemplo: el clan familiar de los Char en la costa atlántica.

Sus ancestros provenientes de Damasco, llegaron al país vistiendo túnicas y sandalias de errantes y se abrieron camino entre los pueblos polvorientos y abrasantes de la costa, vendiendo baratijas y bisutería de vidrio.

Comerciantes natos, astutos e inflexibles, se multiplicaron comerciando con oro y con tiendas y ventorrillos de todo tipo hasta que cien años después lograron forjar uno de los mayores caudales del país que cuenta con tiendas de alimentos y abarrotes, farmacias, equipo de fútbol, emisoras de música y, por supuesto, banco.

Pero antes de ese séptimo día de fortuna, el que hoy es el patriarca de este clan, Fuad Char, exploró con la misma cautela de negociante, sus posibilidades en la política. Y lo logró. Sin pasar por la universidad en donde se hubiese graduado de médico, llegó a ser gobernante regional, senador en varias ocasiones y ministro de estado, luego de ayudar y participar en varias campañas presidenciales.

Hoy dos de sus hijos han ensanchado el capital político del patriarca. Alejandro ha sido alcalde y gobernador en el departamento del Atlántico, y Arturo Char, de la noche a la mañana pasó de la gerencia del equipo de fútbol y de sus estudios de grabación de música, a ser el presidente del Congreso de este país de delirios y tribulaciones.

Pero en esa expansión de negocios y política, una cosa se ha trastocado con la otra. No por nada, hoy uno de los socios de esa casa político-comercial, el senador Arturo Char es investigado por la Corte Suprema por supuesta compra de votos que hoy tiene a una de sus aliadas políticas, Aida Merlano, huyendo de la justicia y protegida por el régimen de Nicolás Maduro, en Venezuela.

Por eso, ahora que la política colombiana se está arrojando a un nuevo precipicio, de cuyos fondos aún no han podido salir aquellos países que han caído en él, es urgente volver a preguntarse sobre la conveniencia de mezclar política y negocios.

No es nuevo que los magnates lleguen al poder político. El mundo reciente tiene varios ejemplos: Donald Trump, en Estados Unidos; Petró Poroshenko, en Ucrania; Silvio Berlusconi, en Italia o Sebastián Piñera en Chile. Todos ellos no solo han sido criticados por sus planes inequitativos, sino que la justicia en varias ocasiones los ha investigado por hechos referidos a sus fortunas.

Al presidente de Chile, Sebastián Piñera, se le criticó con firmeza durante la última campaña electoral que lo llevó al poder en un segundo periodo, el haber declarado solo un sexto de su fortuna personal que la revista Forbes le atribuía en 2017. Es decir, en aquel país donde unos pocos clanes controlan el 30% de la riqueza nacional, el magnate Piñera declaró tan solo 3.500 millones de dólares.

Aquí no se está diciendo o proponiendo que un empresario no intervenga en política. Lo que sí se advierte son las amenazas que entraña para un país que no hayan reglas claras, (no descafeinados reproches éticos y morales) sino leyes que reglamenten la participación de comerciantes prósperos, negociantes, banqueros y magnates en política.

Y todo con el fin de evitar que conviertan un poder de representación popular signado en el voto, en una tienda de barrio o en un supermercado electoral solo para su beneficio y el de su clan, y que terminen cifrando al ciudadano dentro de sus márgenes de ganancia.

De lo que se trata es de reglamentar a esta nueva clase emergente que desplazó de la política a los aristócratas de apellidos largos para conjurar los excesos de su poder económico en los asuntos públicos. Oligopolios con bancos y periódicos; con supermercados y emisoras; con cadenas de droguerías y ministerio de salud propio; con equipos de fútbol y ministerio de deporte a su medida, requieren todos de modo urgente una reforma política que los contenga y, si se quiere, que los limite.

No se puede validar el cóctel política y negocios como la alternativa correcta solo porque ahora está permitiendo a una clase emergente desplazar del poder a la arraigada y rancia aristocracia nepotista bogotana.

Imagínense el desafío descomunal al que se enfrentan hoy los colombianos con estos nuevos clanes en sus ansias de poder: son capitalistas puestos a pensar en la justicia social, sin formación humanística solo financista.

Capitalistas hechos a pulso—self made, dirían los padres del capitalismo—que han vivido de la hegemonía de sus monopolios, pensando siempre en la rentabilidad como beneficio individual, llevados por cuenta de su ambición política a pensar en equidad, justicia social, redistribución de la riqueza y otros cuantos principios que son la antípoda de sus negocios.

Pregunto: ¿qué razones nos podría asistir para no creer que harían lo mismo que con sus negocios en una posición de servicio público y que el marco mental bajo el cual operen no será el de la compra y venta en vez de la justicia social?

Solo me encuentro con una ironía histórica como respuesta: hace un siglo se asaltaba bancos para financiar revoluciones, ahora los bancos hacen campañas para asaltar estados.

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Redacción Minuto30

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