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El 27 de septiembre de 2017 varias casas fueron destruidas por ataques guerrilleros contra integrantes de la policía colombiana, en la población de Las Mercedes (Colombia). EFE

Los últimos rayos del sol se ponen sobre las montañas que rodean Las Mercedes, momento que Ramiro García espera cada jornada pues su casa ha quedado en la línea de fuego del conflicto que pervive en Colombia y debe abandonar su hogar cuando llega la noche o exponerse «al plomo».

Renqueante, don Ramiro -como todo el mundo le llama- alimenta a sus animales, cierra la puerta, despide a su vecina con la rutina de la guerra y camina a sus 75 años junto a su esposa, Victoria, por las calles de un pueblo en las que entre el escaso asfalto germina la yerba.

«El miedo es temeroso, le toca a uno escuchar plomo si se queda», dice don Ramiro con el dialecto propio del campesino que no ha hecho otra cosa que trabajar en su vida. Estudiar era un privilegio al que no tuvo acceso.

Vive en el Catatumbo, una selvática región fronteriza con Venezuela donde los habitantes no pueden evitar una sonrisa sarcástica cuando les hablan de paz.

De allí se retiraron las FARC, pero siguen hostigando el ELN y sobre todo el Ejército Popular de Liberación (EPL), una guerrilla fundada sobre el pensamiento maoísta cuyo último reducto mantiene su fachada como grupo rebelde pero está dedicada casi por completo al narcotráfico.

Cuando don Ramiro abandona su casa, en plena plaza mayor de Las Mercedes, mira a su derecha: allí la Policía ha improvisado una estación fortificada con búnkers y a su alrededor apenas se yerguen unas pocas casas, las demás han sido devastadas o abandonadas tras centenares de ataques.

Él se niega, su casa es el premio a una vida de trabajo a destajo que le granjeó un modesto galardón: un hogar para su familia en la zona más preeminente de un pueblo asolado por el conflicto.

Quizás recuerda todos sus años de trabajo mientras pasa al lado de las fortificaciones policiales instaladas en las casas que los ataques guerrilleros y el abandono echaron abajo.

«Esta casa me costó mucho sudor, para tener la plata me tocó trabajar con bravura en el campo, rozando potreros para tener mis animalitos», dice un hombre cuyas manos son testimonio de la dureza del trabajo en una región que no ha esquivado ni una de las páginas del conflicto armado colombiano.

Hoy, las más sangrientas las escribe el EPL cuyas siglas están pintadas en los muros de un pueblo que cruza a diario don Ramiro y que, con 7.000 vecinos, es rehén de la guerra.

Ya no usan explosivos, pero la fúnebre precisión de sus francotiradores apostados en las montañas asusta a todos los que se asoman por allí y obliga a los policías a permanecer parapetados durante los seis meses que sirven en Las Mercedes.

Los agujeros de bala en cada pared dan buen testimonio de la presencia de «los pelusos», «los guerrillos», que no se ven pero se sienten en cada rincón de este valle.

La opresión se percibe en el ambiente desde que se llega por un rústico camino en el que se invierten cerca de cuatro horas para un recorrido de menos de 40 kilómetros.

Ya antes de entrar le advierten al visitante: «los pelusos van a conocer cada movimiento, cada palabra que pronuncien».

Para don Ramiro la agobiante sensación, tan sofocante como el calor de la agreste selva del Catatumbo, se ha vuelto paisaje y saluda a otros de sus vecinos que también abandonan la parte noble del pueblo cada noche para dejar atrás sus otros premios al trabajo de décadas.

Antes de echarse al hombro las pocas pertenencias que puede cargar a su avanzada edad «-la ruanita, la ropa de uno»- recuerda al visitante cómo se vive cuando hay un ataque, «se pone arrinconadito donde no le llegue nada y a rezar todas la noches».

Las balas roban hasta los recuerdos más felices de cualquier niño, sus nietos y bisnietos no pueden ir a jugar con sus abuelos, ni esperar en la complicidad de su sala bajo la atenta mirada de los patriarcas mientras juegan con sus cuatro gatos.

Ni don Ramiro ni doña Victoria quieren que vayan por allí: «No pueden venir porque son pequeños, (llega a pasar algo) y queda uno mal con los papás. Uno tiene más pensamiento que los hijos y les viene quedando mal».

No necesita haber leído a Tolstói para resumir con crudeza los males de la guerra.

Tras el agónico camino de unos 20 minutos junto a su esposa, llegan al lugar donde pasarán la noche, una frágil construcción sin las condiciones básicas de higiene donde se agolpan en una barriada irregular.

El sujeto «casa» no se ajusta a este caso y, en comparación, su hogar en medio de la guerra es como un palacio bajo las balas.

Don Ramiro no pierde sus buenas formas y vuelve de nuevo a agasajar al visitante con lo que tiene, aquí no hay café con aroma de recién molido como el que ofrece en su hogar, solo unas sillas que saca a quienes le han acompañado en su peregrinar diario.

«Muchas gracias por contarnos su historia, Don Ramiro». «No, muchas gracias a ustedes por visitarnos», se despide. Las Mercedes (Colombia), 1 oct (EFE) |Gonzalo Domínguez Loeda

Las balas roban hasta los recuerdos más felices de cualquier niño en el Catatumbo. EFE

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