Mucho antes de sus huelgas de hambre y la mítica Marcha de la Sal de 1930 con la que buscaba afianzar el camino hacia la independencia de la India de sus colonialistas británicos, Mahatma Gandhi había realizado una tarea silenciosa de formación política y social: recorrió su país sin aspavientos ni mesianismo y durmió en cientos de ranchos de paupérrimas aldeas.

Buscaba solo un fin: conocer de primera mano las necesidades del pueblo que intentaba emancipar; oír de viva voz sus problemas domésticos y tristezas, tanto como sus demandas y aspiraciones. A principio del siglo XX, cuando las herramientas de investigación social ni siquiera existían, esta era su forma de indagar o averiguar sobre los problemas inmediatos, los sentimientos y motivaciones que embargaban a aquella multitud que llegaría a conformar su movimiento de desobediencia civil.

Con la visión que tienen hoy los empresarios de las estadísticas del siglo XXI, se puede decir que Mahatma Gandhi realizó entonces su propia encuesta.

Otro hombre histórico, pero de cualidades retóricas que vale la pena mencionar como precursor de estas indagaciones masivas, fue Plinio el Joven. Cuenta el sarcástico ensayista, Michel de Montaigne, de este abogado y escritor romano, que acostumbraba a poner a prueba sus obras ante un nutrido público con jornadas de lecturas en el ágora. Si notaba que durante el recital de sus escritos uno o dos de los asistentes cabeceaban o bostezaban del tedio, decidía que aquella obra era de pésima calidad y que no debía por ningún motivo ver la luz pública.

Con la visión que hoy ostentan los que ejercen el controvertido oficio de la publicidad, se puede decir que Plinio el Joven, es un precursor de los grupos focales o focus groups, dirían mejor los ejecutivos de mercadeo. Él, en suma, indagaba en la embrionaria opinión pública de aquel imperio romano sobre la calidad de sus escritos y el efecto que tendría.

El hombre siempre ha ideado herramientas para anticiparse a lo desconocido, en especial a los hechos adversos. El historiador Noah Yuval Harari lo menciona en su ilustrativa crónica “De animales a dioses”. Allí habla de la revolución cognitiva que permitió al hombre crear las primeras redes sociales cara a cara, y que le dio a un jefe la posibilidad de mantener el control de su clan de cincuenta personas gracias a las ficciones y, léanlo bien, al chisme. Esta práctica del lenguaje se convirtió en una herramienta formidable para mantener lealtades y descubrir traidores.

El chismorreo ha sido de tanta utilidad que los políticos más audaces lo pusieron en práctica para tomar decisiones cruciales en asuntos estelares sobre futuro de la especie humana. Ese fue el caso del empresario llegado a primer ministro británico, Neville Chamberlain, quien decidió reunirse en 1938 con Adolfo Hitler para pactar con el déspota un acuerdo que evitara una conflagración mundial, una vez el cabo de Berlín anunció su intención de anexar los Sudetes (región germano parlante de Checoslovaquia) a Alemania. Antes de su viaje, al que Winston Churchill juzgaría como una infinita estupidez, el temerario Chamberlain filtró el chisme de su viaje para sondear la opinión de los británicos. Fue favorable y por eso viajó, aunque la Historia le daría la razón al astuto e incrédulo Churchill.

Sin embargo, la pesquisa e indagación de la opinión evolucionó con el paso del tiempo y la especialización del conocimiento, hasta convertirse en una materia sustentada por desarrollos teóricos sociales y metodológicos que hoy se conoce con el ya mencionado nombre de encuesta. Una herramienta de averiguación que, en razón de las matemáticas aplicadas a la sistematización de preguntas y respuestas que se formulan, permiten supuestamente pronosticar resultados y tendencias.

En el periodo de entre guerras la usaron los políticos y los desarrolladores de mercados en Europa y los Estados Unidos. Pero fueron los primeros (como John F Kennedy) quienes le dieron la categoría de oráculo que hoy ostenta. Aunque el filósofo Karl Popper las objetó, fue en los sesenta cuando las encuestas tuvieron uno de los mayores auges tanto para diseñar planes de gobierno como para que los políticos tomaran la decisión de aventurarse o no en una campaña.

A Colombia tales herramientas llegaron a la política en los años setenta, con intenciones tan oscuras y amañadas, que uno de los godos más recalcitrantes de la época, Álvaro Gómez Hurtado, hizo una comparación burda pero elocuente de las encuestas con las morcillas (esos chorizos de arroz, menudencias y sangre de cerdo), porque, según él, a todo el mundo les gustaba, pero nadie quería enterarse la forma de su preparación.

Y alguna razón le asistía al político de marras, pues en la última década los sondeos y encuestas políticas han tocado el fondo de un desprestigio abrumador, porque ha quedado al descubierto los intereses de quienes elaboran las encuestas para impulsar a los candidatos de su interés y desanimar o frenar las preferencias de los rivales. Y todo porque muchas veces detrás de estas encuestas están grupos económicos o medios de comunicación con abiertos o soterrados intereses.

El desprestigio de las encuestas, consideradas hoy métodos de tergiversación y manipulación de la opinión pública, ha llegado a tales honduras que hace cuatro años la mayoría de estas firmas encuestadoras al servicio particular de sus financiadores (en vez de estar dedicadas a la búsqueda genuina de gustos y tendencias sociales), naufragaron en un mar de equivocaciones e inexactitudes sobre quién sería el candidato ganador de la presidencia en 2018.

Hay en todo esto un asunto adicional que preocupa y entristece. Los locutores de los magazines radiales de la mañana y los medios de comunicación en general hacen análisis de papel y cartulina del país y se aventuran en soluciones en materia social y económica basados solo en estas cifras o resultados. Es deplorable que se haya perdido la capacidad de leer al ser humano simplemente observando sus carencias o motivaciones en la vida, de detectar su ánimo y deseos en la realidad en vez de clavar la cara en estas estadísticas que nada dicen más que apariencias y simulaciones premeditadas.

Quienes realizan las encuestas y quienes las creen hacen parte de la misma farsa. A los políticos que aspiran a entrar en los gustos de los votantes ocupando dentro de los gráficos las primeras barras verticales o la más grande tajada de esa torta preferencial, deberían aprender de Gandhi que supo que la mejor encuesta fue la que él mismo hizo durante varios años de casa en casa oyendo e interpretando a la gente. O tal vez, haciéndose oír y planteando sus propuestas en las plazas de los municipios o en esa ágora actual que son las redes sociales, como lo hizo hace veinte siglos Plinio el Joven. Y dejar de una vez por todas de valerse de millonarias sumas y medios de comunicación cómplices para chismorrear con cifras de que está en la preferencia de la gente, como cualquier remedo de Chamberlain que hoy la Historia no baja de triste mequetrefe.

Tal vez no todos, pero muchos de estos sondeos son un instrumento de distorsión y engaño. Y engañando esas encuestas resultaron engañándose hasta el desprestigio del que gozan hoy.

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Redacción Minuto30

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