Dentro de los presidentes despreciables que existieron en este país de 201 años de historia constitucional, hay uno que sobresale por su descaro y su catadura de maleante como ninguno. Su nombre: Carlos Holguín Mallarino.
Un detalle de su biografía y un antecedente de su vida política habían de prefigurar uno de los saqueos más descarados que un mandatario del siglo XIX haya podido perpetrar en el país, cuando compró con el dinero de los colombianos una de las tumbas de arte precolombino más extraordinaria de América, para después regalar 122 piezas de oro puro de modo ilegal a la reina de España, María Cristina de Habsburgo-Lorena, pasando por encima de la Constitución y del Congreso.

Haber nacido en la antigua provincia aurífera de Nóvita, hoy Chocó, no parece un asunto menor en la biografía de este guaquero. Su familia se asentó en esta región, cuyo platino y oro fue extraído sin control desde los tiempos delirantes de la conquista. Allí—entre las actividades mineras de su padre—el pequeño vástago, Carlos Holguín Mallarino, debió sucumbir a la perturbación que causa la ambición del oro.

El otro hecho que anticiparía el futuro saqueo del que se conocería como el Tesoro de los Quimbayas, fue que Holguín Mallarino—elegido por el Congreso como presidente de la república en 1888, ante la ausencia del titular, Rafael Núñez—gozaría de una patente de corso o, si se quiere, contaría con la complicidad del poder legislativo para hacer como presidente lo que se le antojara, entre otras cosas, entregar una parte del patrimonio artístico y cultural del país a una jefe de estado extranjera sin consulta previa.

Los otros guaqueros o saqueadores de esta historia aparecieron en 1890, cuando descubrieron en un paraje en el Quindío una guaca que se conocería como La Soledad. Era una ofrenda funeraria de 200 libras de oro puro del más refinado arte orfebre que había sido enterrada en el año 144 de la era cristiana, junto al cuerpo del opulento rey Quimbaya que adornó su viaje a la eternidad con una descomunal muestra artística, consistente en objetos rituales, poporos de mambeo de hojas de coca, esculturas del cuerpo humano desnudo, ornamentos y cascos de guerra, elaborados con primor en oro macizo.

Sin embargo, para el presidente granuja y para los asaltantes de ofrendas precolombinas, este hallazgo no correspondía a un patrimonio artístico incalculable que debía preservarse como parte de la identidad de una nación. Sería pedir demasiado a la avaricia. Para ellos no era más que una fortuna en oro puro, tasable y comercial, que no estaban dispuestos a dejar pasar.

Tanto el gobernante como los guaqueros llevaban en su sangre la herencia de codicia que, tres siglos atrás, hicieron zarpar bajeles y relinchar los caballos de los conquistadores en pos de aquel delirio aurífero conocido como El Dorado. Desde Gonzalo Jiménez de Quesada—protagonista del magistral “Caballero de Eldorado”, de Germán Arciniegas—, pasando por Francisco Pizarro, que secuestró al monarca inca Atahualpa, para exigir un rescate de once mil guanacos cargados de oro y enviar el cargamento a Carlos V. Todos, contagiaron a las futuras generaciones con una peste incurable, a la que no serían inmunes los criollos ávidos y monárquicos, como Carlos Holguín Mallarino.

Ocurrió entonces que el gobernante compró parte del Tesoro de los Quimbayas a los guaqueros.

Como lo relata Pablo Gamboa en su minucioso libro “La metamorfosis del oro”, Holguín Mallarino tomó 70 mil pesos del tesoro nacional y compró 122 piezas de arte que tenían un peso de 42 libras y—pasándose la Constitución de Núñez por la faja—sacó el tesoro del país con el pretexto de participar en una exposición en Madrid que exaltaba el cuarto centenario de la conquista de América, y se lo regaló de modo ilegal a la reina regente, María Cristina.
La historia que convirtió este bien público, este patrimonio artístico y cultural precolombino en un “patrimonio ausente de los colombianos”, como lo designa Pablo Gamboa, no terminaría ahí. Lo que ocurriría durante los 128 años del robo hace parte de la historia infame que define en buena parte el modo de ser del colombiano y el matiz que ha tomado el cargo más importante de su democracia: el de presidente.

Escindida, sin su conexión geográfica que preservara su verdadero sentido histórico y artístico, esta obra precolombina terminó como adorno doméstico de la reina María Cristina y, después, como una ristra de objetos incongruentes en el llamado Museo América de Madrid, al que, dicho sea de paso, pude visitar hace algunos años con el mismo sobresalto de quien descubre y palpa las evidencias del cuerpo del delito, de una monumental fortuna robada.

Un solo intervalo de la historia reciente española es suficiente para que los colombianos de hoy se indignen y sientan pesar por el destino de este patrimonio nacional, cuando durante la guerra civil se dio por perdido, aunque la versión oficial del régimen franquista señalaba que el tesoro había sido resguardado en las bóvedas triclaves de un oscuro banco suizo.

El tesoro nacional terminó como el bellaco Holguín Mallarino lo calificó ante el Congreso en 1892, para justificar su prevaricato: “(esta es una) reliquia de una civilización muerta”, dijo con la más impresionante estulticia.
Sin embargo, una acción popular interpuesta por un ciudadano, Felipe Rincón, y que dio curso positivo en la Corte Constitucional devolvería la esperanza de que este invaluable legado artístico precolombino regresara al país.

En su providencia, la Corte decidió que las 122 piezas y esculturas debían retornar al país y conminó al gobierno en 2017—es decir, a la administración Santos—para que iniciara las acciones pertinentes de recuperación de un patrimonio que el infame Carlos Holguín Mallarino nunca debió regalar. Una labor delicada que debía iniciar sin demora la cartera ejecutiva pertinente, es decir, el ministerio de relaciones exteriores, al que pomposamente llaman cancillería en esta finca-estado de criollos modernos.

Pero el fin de esta infamia estaba lejos de terminar. Resultó que la titular de dicha cartera era María Ángela Holguín, sobrina nieta del guaquero, Carlos Holguín Mallarino.

Las esperanzas quedaron sepultadas allí mismo. La respuesta de la Holguín ante la jurisprudencia de la Corte la oyeron los colombianos a través de su segunda al mando en el ministerio: Patti Londoño Jaramillo. “No existe un mecanismo que permita a Colombia unilateralmente y de manera coercitiva obligar al Estado español a restituir las piezas que están en Madrid”, dijo sin átimo de vergüenza ni sentido de identidad Patti, la áulica de Holguín.
Su afirmación es un insulto a la inteligencia y a la evidencia jurídica que ha permitido a decenas de países recuperar su patrimonio artístico y cultural perdido a manos de saqueadores colonialistas y guaqueros internacionales.

Basta con mencionar varias gestiones exitosas de repatriación de tesoros nacionales, para poner en su sitio a la funcionaria de marras: Egipto logró recuperar un sarcófago dorado de 2.000 años de antigüedad y que reposaba por la venta ilegal de guaqueros en una sala del Museo Metropolitano de Nueva York; Chipre logró en 2018 arrancarle a los Países Bajos el Mosaico de San Marcos; Grecia ganó también a Inglaterra en los tribunales y pudo recuperar de una casa de subastas una columna de mármol sustraída de un antiguo cementerio de Ática. Los casos de éxito, como se dice ahora, son incontables.

Pero resulta que no. Que los gobiernos de Colombia, ni los de antes ni los de después de Santos hacia acá, pueden hacer nada. Se saltan los mandatos de la Corte Constitucional con la misma facilidad con que el ruin Carlos Holguín Mallarino se saltó la Constitución y el Congreso colombianos.

Baste decir dos cosas como epílogo indignante: el presidente guaquero murió impune, dos años después del “regalo” del Tesoro de los Quimbayas, y 115 años más tarde, es decir, en 2009 la Policía Nacional creó mediante resolución la Medalla Carlos Holguín Mallarino, para exaltar a las personas que realizan aportes valiosos a esta institución.

Periodista y escritor
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Redacción Minuto30

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