Las ficciones más insostenibles y descabelladas de la narrativa política a lo largo de la Historia las han calculado y difundido como leyes naturales y verdades irrefutables los dictadores.

Es por esta razón que tales tipejos, esperpentos crueles de su tiempo, figuras desalmadas y vesánicas, suelen también pasar como emblemas del ridículo al haberse valido de actos, protocolos y relatos entorno a su nombre, con un solo fin: alcanzar el pináculo de próceres o ungidos de algún dios.

Semejante descaro lo esgrimió en grado sumo Francisco Franco, dictador que sojuzgó a España durante treintainueve años en vida y tal vez otros treintaicinco años más de modo póstumo.

En relación con el cuento que concibió entorno a su nombre, este fascista currutaco de un metro y 63 centímetros de estatura parece disputar a sus homólogos de todos los siglos los primeros lugares. Creo, sin embargo, que por su artimaña al combinar política, represión y religión él es tal vez el más grotesco tirano que ha existido.

Ya sabemos del despropósito de Calígula que nombró cónsul a Incitatus, su caballo favorito. Y tenemos fresca la memoria sobre el imbécil general mexicano, Antonio López de Santa Anna, que ofreció funerales de estado a su pierna perdida en una contienda. Ni hablar de Rafael Leonidas Trujillo Molina, otro militar, claro está, que se inventó la fábula de su régimen de treintaiún años con un título largo y rotundo que se otorgó para toda la vida como Benefactor y Padre de la Patria Nueva y Generalísimo.

Al cabo de los años, este soldado formado por los Ranger estadounidenses, resumiría el galimatías de su apelativo con una frase tan corta cuanto más megalómana y que hizo imprimir en los billetes dominicanos: Dios y Trujillo. No podía haber mayor estupidez.

Sin embargo, sí la hubo. Francisco Franco es un caso que da material suficiente para un libro sobre delirios y desafueros de los opresores de la Historia universal. Baste solo mencionar que luego de sublevarse contra la Segunda República y provocar una guerra civil que causó miles de muertos y ejecuciones extrajudiciales, cuyas fosas aún hoy no se terminan de encontrar en Guadalajara y otras zonas del país, el muy obsceno tuvo la desfachatez de conducirse bajo palio por un séquito de obispos y curas, como si fuese un papa alterno al pontífice romano.

Sabía que estaba escribiendo con estos actos en la mente de cristianos e incautos, y también en la fantasía de sus fanáticos, un culto a su personalidad que prevalece aún hoy, cuando está a punto de cumplir 45 años de muerto.
Franco bajo palio; Franco como primer devoto de la nación; Franco vestido como monarca sin abolengo tronal; Franco en la misa de gallo; Franco en la liturgia del Corpus Christi; Franco en los recitales interminables de villancicos navideños; Franco el mismo del cilicio verbal que convertiría a España en un país puritano.

Ese Franco que siempre parecía envuelto en las volutas del incienso de la semana mayor, se otorgó con esto una santidad que por supuesto no tenía, creando entre sus adeptos la fantasmagoría de que en sus manos el país estaba bien y en ruta a la transición de una monarquía parlamentaria, mientras ultimaba en los campos y ciudades a cientos de opositores y republicanos que se oponían a su régimen.

Su delirante ambición de poder y culto a su sacratísima personalidad lo llevó a expedir un decreto para otorgar títulos nobiliarios como si fuese un rey. De este modo, creó todo un catálogo de títulos nobiliarios que concedió a sus cortesanos, magnates y aduladores de su régimen entre 1948 y años posteriores a su muerte. Hoy, muchos de esos títulos prevalecen, aunque en disputa. A su nieta, Carmen Martínez-Bordiú, los franquistas que se resisten a la Ley de Memoria Histórica y Democrática otorgaron en 2018, a instancias del decreto franquista aún en vigor, el título de duquesa de Franco. Es como si el déspota no hubiese muerto.

Se podría afirmar que esta actividad nobiliaria del tirano después de su muerte, es una fantasmagoría reforzada por sus relatos de pretendida inmortalidad. Desde que casi muere por vez primera en julio de 1974, a causa de una tromboflebitis, su agonía se convirtió hasta el día definitivo de su deceso el 20 de noviembre de 1975, en un inaguantable sainete de estado confesional que buscaba preservarlo hasta el último de sus días como el santo que nunca fue, para que el porvenir terminara de sacramentarlo por los siglos de los siglos con ese título hiperbólico de Generalísimo.

Se prohibió a la prensa y a la ciudadanía que usaran las palabras morir o muerte al referirse al trance que padecería el déspota en su residencia real, el Palacio del Pardo, si su enfermedad ponía fin a su vida. Los españoles debieron llamar a la muerte inminente de este tirano pretencioso como “el hecho biológico inevitable”.

Una definición enrevesada que apelaba a un término científico y que referida al hombre mágico-religioso que él fue, terminaba siendo un enunciado contradictorio. Un disparate entre ciencia y puritanismo. Todo con el objetivo de inmortalizarlo porque en él no había punto final, sino un “hecho biológico inevitable” que lo transmutaba a espíritu puro, despojado de engorrosa biología, encumbrándolo a la inmaterialidad perpetua de los santos.

Y así fue sepultado hace 45 años en El Valle de los Caídos, él que nunca cayó en su propia guerra y murió apacible, rodeado de sus hijos y nietos, en su cama de monarca. La España que tiene cientos de muertos por desenterrar de fosas comunes por cuenta de su dictadura, logró exhumar—pese a la sacralización de la momia del dictador—sus restos del mausoleo de esta basílica crispada en la montaña, el último delirio faraónico que Franco hizo construir con la mano de obra esclava de los cientos de prisioneros políticos.

Eso fue hace exactamente un año. Los despojos del tirano santificado por su delirante ficción, fueron llevados al cementerio corriente de Mingorrubio, en Madrid, donde también están sepultados dictadores, como el cubano Fulgencio Batista y el dominicano, Rafael Leonidas Trujillo Molina.

En una semana de la primera de 1954, el tirano isleño visitó a su homólogo español con la pompa de los ungidos por Dios, que los parió con gorros bicornios emplumados, uniformes de alamares y medallas de guerras ficticias. Hoy los dos vuelven a estar juntos, muertos pero no olvidados, gozando del lugar en que los puso la memoria de sus víctimas y que merecen los déspotas de esta naturaleza.

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Redacción Minuto30

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