Sorprende la apatía institucional, política y social de cara al cumplimiento de 200 años de vida republicana. Ni para evaluar o aprender de lo que implicó para Colombia asumir el reto de convertirse en país soberano y autónomo de la influencia colonial de España. Entre mayo y octubre de 1821 se realizó en Cúcuta el primer congreso de lo que emergió como la Gran Colombia, con la instalación de Antonio Nariño y la participación de Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, convertidos en antagonistas con sables e ideas.

La nueva república solo pudo sobrevivir 10 años como consecuencia de las agrias disputas entre los dirigentes y las regiones alrededor de temas como la estructura del nuevo Estado centralista o federalista, la abolición de la esclavitud, el papel de la iglesia y las penurias presupuestales para financiar la nueva administración pública y el pago de la deuda heredada desde la lucha de independencia, en particular con los ingleses.

Pero hubo una razón que explica la atomización de la Gran Colombia y el rompimiento de Colombia con Venezuela, convertida en una herencia que aún no hemos podido liquidar: la incapacidad del Estado para ejercer presencia y control en todo el territorio. Teníamos más territorio que Estado. Todavía.

Y esa es una de nuestras grandes tragedias que explica la persistencia de la violencia para la solución de los conflictos y la extensión de las rentas ilegales que nutren la diversidad de actores armados ilegales, con capacidad para retar al Estado y disputarle el ejercicio en sus territorios de monopolios constitucionales como el de la fuerza, la justicia y la tributación.

En doscientos años muy poco hemos avanzado en la consolidación institucional de tal manera que todas las veredas o corregimientos del país, con sus pobladores, perciban la influencia del Estado por su competencia para resolver problemas y mejorar las condiciones de existencia de hombres y mujeres por más alejados que estén, más allá de enviar esporádicamente un militar, policía o helicóptero con metralla o glifosato.

El cultivo de coca no desaparecerá mientras sea más ventajoso para el campesino, a la hora de considerar el costo beneficio, sembrar coca y no yuca, porque mientras la primera se la compra un señor cada tres meses en la puerta de su parcela, la segunda la debe transportar a lomo de mula por trochas imposibles, durante muchas horas, hasta el más cercano sitio de mercadeo arriesgando la precaria utilidad.

Ello sin mencionar el fenómeno agudizado por la prevalencia del conflicto armado en el campo, de la concentración de la propiedad de la tierra y la informalidad en la posesión de la misma. La tragedia de la ausencia estatal se hace más insoportable porque la única respuesta inteligente de las elites políticas y económicas ante la proliferación de los cultivos ilícitos, es la fumigación con glifosato y la erradicación forzada, soluciones probadas con exigencia de esfuerzos y recursos, pero sin resultados. Hoy conservamos las mismas cifras de hectáreas sembradas con mata de coca, después de muchos años de aplicar las mismas recetas.

La economía de hoy sigue conservando la misma estructura de la economía recibida de la colonia: dependiente del sector primario, sin capacidad de competir en el escenario internacional por la dependencia de las importaciones y la precariedad de las exportaciones. Dependemos de lo que le quitemos a la tierra y no de la producción con valor agregado. El modelo de desarrollo básico lo hemos conservado.

Han transcurrido doscientos años de vida republicana propia, pero respecto a algunos temas gruesos, sustanciales, es como si no hubieran pasado.

La opinión del autor de este espacio no compromete la línea editorial de Minuto30.com

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Redacción Minuto30

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