Posa nuestra democracia en América Latina como una de las más estables, pues se ufanan muchos gobernantes en afirmar que comparativamente Colombia es uno de los países del hemisferio menos propenso a las dictaduras, empero no desnudan las múltiples falencias de las instituciones y las frágiles conductas de muchísimos de los dirigentes del país en las diferentes ramas del poder público, que en estos tiempos son tantas como preocupantes.
Gustavo Salazar Pineda

Lo que si es cierto es que los fenómenos de corrupción, manzanillismo y vulgar apetito burocrático han aumentado con el correr de los años, ya que si antes existían, en los momentos actuales, se han convertido en una verdadera pandemia o en una grave enfermedad generalizada. Se ha llegado a tal grado insoportable de corrupción en el aparato estatal colombiano, que hoy nos parece acertada la consigna con la cual llegó al poder, hace casi cuatro décadas, un candidato liberal, que aducía que reduciría la corrupción a sus justas proporciones.

Hace más de una centuria accedían a la casa de Bolívar presidentes cultos, refinados y de un profundo humanismo y desprovistos de cualquier interés mezquino por enriquecerse a costa del erario público, cuyo paradigma sin par fue el noble y grandioso hombre de letras, Marco Fidel Suárez, símbolo para muchas generaciones del varón preclaro digno de admirar. Carlos E. Restrepo y Eduardo Santos, fueron presidentes de un altísimo linaje cultural, político y de una respetabilidad grande en el continente. Alfonso López Pumarejo fue un dandy en el poder y un estadista de gran talla. En años más recientes, los parientes Lleras Camargo y Lleras Restrepo, fueron los primeros mandatarios que gozaron de la aureola de prestigio digno de sus altísimas investiduras. Guillermo León Valencia, gobernó su cuatrenio con discreción y sencillez, y fuera de sus pequeños excesos en su vida privada, fue un gobierno ajeno a los escándalos del ejecutivo de los últimos períodos presidenciales.

En el parlamento, en el hemiciclo del congreso, brillantes oradores dejaron páginas memorables de la buena dicción, del arte de la oratoria, y los debates entre Antonio “Ñito” Restrepo y Guillermo Valencia tenían el corte de aquellos del areópago griego o el foro romano.

Los llamados leopardos, entre los que descollaron en el parlamento colombiano, Augusto Ramírez Ocampo, Gilberto Alzate Avendaño, Fernando Londoño Londoño y Silvio Villegas, colmaron de elegancia, elocuencia y vasta cultura humanística los anales del congreso.

La galanura, la esplendidez y la profundidad de las ideas permanecieron por mucho tiempo en los aposentos de la casa de gobierno, el congreso y las asambleas de Colombia. Luego vino un declive de la calidad de gobernantes y los legisladores, que el ocaso de la clase gobernante ha llegado hoy día a su más bajo nivel.

A las cortes, tribunales y despachos judiciales, llegaban especialmente hombres de vocación, erudición y prudencia, varones sabios y de virtudes a toda prueba, humildes accedieron a los palacios de justicia del país, ajenos casi todos a la vanidad, la ostentación y el deseo irreprimible de enriquecimiento, como deber ser el perfil de quien ostenta la augusta majestad de la justicia y oficia la cuasi divina de impartir justicia entre sus semejantes.

Hubo pues, momentos de nuestra historia republicana, en que ejerció el poder ejecutivo, legislativo y judicial, una refinada y culta aristocracia de un innegable linaje señorial, que se reflejaba en el respeto de los asociados.

Pero el grado de descomposición empezó en el mal momento en que a esos hombres preclaros y que dieran nombre a una época, los sucedieron gamonales y manzanillos, primero en los escaños del congreso, luego en el palacio presidencial, y por último, en el sagrado templo de la justicia, carcomidos ellos por el voraz apetito burocrático y las ansias desmedidas de enriquecimiento súbito y fácil.

Cambió el talante moral y ético de los políticos y administradores de justicia, especialmente los altos dignatarios del poder jurisdiccional, con lo cual los valores éticos desaparecieron y llegó el más bajo clientelismo y alcahuetería a invadir los sacrosantos predios de la magna casa de la justicia, prácticas insanas e inmorales que invadieron los tres ramas del poder público, y particularmente la que jamás podía mancharse del ánimo de lucro y de la sed de poder burocrático, como es la justicia, lo que se ha visto reflejado en los bochornosos y vergonzosos escándalos de las altas cortes en las dos últimas décadas.

Algunos dignatarios de las distintas cortes terminaron practicando el más oprobiosos manzanillismo y clientelismo burocrático, antaño predicable de gamonales políticos de pueblo y promeseros electoreros en campaña.

En el medio siglo anterior y parte de este XXI que vivimos, Colombia vió cada día crecer el número de empresarios de la democracia que convirtieron sus sedes en centros donde se ferian votos por dinero y en los cuales desaparecieron las ideas partidistas, invirtiendo multimillonarias sumas en obtener una curul y se convirtió la arena política en un mercado persa de la intriga, el lobby y la componenda, alentado dicho fenómeno por el presupuesto nacional y su apropiación en beneficio de caciques y politiqueros regionales, especialmente de provincia.

Con la Constitución de 1991, se diseñó un modelo judicial que en su origen, composición y operatividad, especialmente en lo alto de la pirámide, fue propicio para la práctica de los métodos y trampas electoreras, que antes parecían ser exclusivo método inmoral de inescrupulosos políticos de baja estofa.

En otros tiempos un oscuro, mediocre e intrigante personajillo de pueblo aspiraba llegar a un puesto, curul o alto cargo en el ejecutivo o el legislativo; en estos que nos ha tocado vivir, en los primigenios del siglo XXI, quien lo fuera a creer antes, los de igual rasgos personales, buscan enquistarse en las dignidades de la justicia, y nosotros, los pasivos colombianos, lo hemos entendido y permitido como un fenómeno normal.

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Redacción Minuto30

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