Las columnas anteriores pudieran darnos, groso modo, la explicación de por qué el mundo anda mal, y particularmente, a qué se debe el fenómeno que ha sumido a Colombia en la peor crisis social, moral, intelectual, cultural y por ende, institucional.

Gustavo Salazar Pineda

La preocupación principal hace medio siglo de los presidentes e intelectuales colombianos era la progresión casi geométrica de la población. Al inicio de los años setentas se nos alertó del crecimiento desmesurado de la población, de la alta tasa de natalidad en nuestro país, fenómeno por el cual se pregonó el cartel de la natalidad, el uso de la píldora anticonceptiva y una campaña de concientización del pueblo para que no se reprodujera en la forma que venía haciéndolo; como contrapartida, la influyente iglesia católica de la época enfiló baterías contra la política anticonceptiva y los curas en los púlpitos maldijeron la creación de Profamilia. Al parecer los llamados jerarcas del cristianismo ganaron la partida y Colombia pasó de tener 18 millones de habitantes en los años setentas, a casi 45 millones en estos tiempos de mitad de la segunda década del siglo XXI.

El pueblo se reprodujo sin límites y las ciudades se colmaron de ingentes masas de desocupados, preocupados e ignorantes habitantes.

Pero a la par del crecimiento poblacional alto, se produjo un fenómeno ya alertado por el intelectual caldense Rodrigo Jiménez Mejía: el estancamiento de las universidades con programas académicos poco aptos para la realidad; el modelo, pequeño burgués de universidad, productor a granel de técnicos y eruditos en sus profesiones y carentes de cultura general y ribetes de humanismo.

Jiménez Mejía también predijo la disminución de las élites del poder, no sólo en número, sino en calidad. Este brillante jurista y humanista, se apoyó en su pensamiento del profesor Curtius para alertarnos: “Cuanto más la nación llega ser masa, tanto más necesita de sus élites”.

Una democracia para serlo en el sentido práctico y no sólo formal y teórico, ha de tener como dirigentes una élite culta, prudente y con sentido profundo de humanidad. Y eso no lo tiene Colombia, por el contrario, nos convertimos en una nación superpoblada; mientras los cultos políticos de antes, los dirigentes sabios y los ilustres y humildes magistrados, que impartían una justicia de alta calidad, iban desapareciendo de las altas dignidades y la cúpula del poder se llenó de mediocres e incompetentes. Burócratas, entre los cuales apenas quedan unos cuantos respetables que, como las golondrinas, no hacen verano, y el Estado ha llegado a su máxima degradación y sus instituciones al más rastrero nivel de legitimidad.

Ello ha pasado siempre y en todas las naciones, a esa conclusión arribó Jiménez Mejía cuando escribió “La historia es la tumba de las aristocracias”.

Ese declive de las élites, sumado a la masificación de la nación colombiana, explica el por qué en los últimos años hubo un ex presidente investigado judicialmente, imputado de haber alcanzado la magistratura con dineros ilícitos; otro, muy reciente, acusado de haberse hecho reelegir por métodos ilegales y sobre él pesa hoy la infamante imputación de haber creado una organización criminal desde el mismísimo palacio presidencial.

También la mengua cualitativa y cuantitativa de la élite culta capaz de orientar al pueblo, explica el procesamiento, encarcelamiento y condena de una tercera parte del congreso de Colombia de hace una década.

Y no menos razón en lo dicho en precedencia encuentra uno para explicarse el descrédito, desprestigio y caos extremos de las altas cortes en las tres últimas décadas. Pasamos de la corte admirable inmolada en el palacio de justicia, hace treinta años, a la más envilecida y desprestigiada corte de toda la historia de Colombia.

Las masas populares desorientadas y preocupadas por el diario vivir y la lucha por la subsistencia, no encuentran dirigentes, oráculos o mentores; ni siquiera medianos dirigentes políticos dignos de ser escuchados, el pueblo siente y percibe que los políticos los ha engañado, los presidentes lo ha envalentonado con sus discursos populistas y algunos altos magistrados lo ha decepcionado con sus conductas, antes propias de delincuentes y personas de bajo nivel cultural.

Como se pregona reiteradamente con un dicho popular muy recordado por el hombre de la calle: en Colombia hay muchos indios y pocos caciques, y los caciques que tenemos han perdido su respetabilidad.

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Redacción Minuto30

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